Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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sarga azul y un cuello blanco, y los colores de un club o un colegio.<br />
La reacción del anciano fue perfecta.<br />
—¿Señor Hannay? —dijo con un titubeo—. ¿Deseaba verme? Volveré en<br />
seguida, amigos. Será mejor que vayamos al salón de fumar.<br />
Aunque no tenía ni un gramo de seguridad en mí mismo, me esforcé en seguir<br />
jugando la partida. Cogí una silla y me senté.<br />
—Creo que ya nos conocemos —me apresuré a decir—, y supongo que ya sabe lo<br />
que quiero.<br />
La luz era muy tenue, pero por lo que pude ver en sus caras, interpretaron muy<br />
bien el papel de desconcierto.<br />
—Quizá, quizá —dijo el anciano—. No tengo muy buena memoria, pero me temo<br />
que debe revelarme el motivo de su visita, señor, porque no lo conozco.<br />
—De acuerdo —repuse, mientras experimentaba la sensación de estar diciendo<br />
tonterías—. He venido para comunicarles que el juego ha terminado. Aquí tengo una<br />
orden de arresto contra ustedes tres, caballeros.<br />
—¿Arresto? —repitió el anciano, y pareció verdaderamente trastornado—.<br />
¡Arresto! Santo Dios, ¿por qué?<br />
—Por el asesinato de Franklin Scudder, en Londres, el día veintitrés del mes<br />
pasado.<br />
—Nunca había oído ese nombre —dijo el anciano con voz aturdida.<br />
Entonces habló uno de los otros:<br />
—Se refiere al asesinato de Portland Place. Lo leí en los periódicos. ¡Santo Cielo,<br />
usted debe estar loco, señor! ¿De dónde viene?<br />
—De Scotland Yard —contesté.<br />
Después de eso hubo un minuto de silencio absoluto. El anciano clavó los ojos en<br />
el plato y jugueteó con una nuez, como un modelo de inocente estupefacción.<br />
Entonces habló el gordo. Tartamudeó un poco, como un hombre que escogiera<br />
sus palabras.<br />
—No te pongas nervioso, tío —dijo—. Todo esto es una equivocación ridícula;<br />
pero esas cosas ocurren algunas veces, y podemos aclararlas fácilmente. No nos<br />
costará demostrar nuestra inocencia. Yo puedo demostrar que el veintitrés de mayo<br />
estaba fuera del país, y Bob se hallaba en una clínica. Tú te encontrabas en Londres,<br />
pero puedes explicar qué hacías allí.<br />
—¡Desde luego, Percy! Claro que es muy fácil. ¡El veintitrés! Eso fue el día<br />
siguiente de la boda de Agatha. Veamos. ¿Qué hice? Llegué de Woking por la<br />
mañana, y almorcé en el club con Charlie Symons. Después… ¡Ah, sí!, cené con los<br />
Fishmonger. Lo recuerdo porque el ponche no me sentó nada bien, y a la mañana<br />
siguiente estaba indispuesto. Sin ir más lejos, tengo la caja de cigarros que traje de la<br />
cena. —Señaló un objeto que había encima de la mesa, y se rió nerviosamente.<br />
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