Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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alma.<br />
—¿Le sorprende? —exclamó—. Han sido perseguidos durante trescientos años, y<br />
éste es su desquite de los pogroms. <strong>Los</strong> judíos están en todas partes, pero hay que<br />
rebuscar mucho para encontrarles. Tome cualquier empresa alemana de cierta<br />
importancia. Si tienes tratos con ellas, el primer hombre al que conoces es el príncipe<br />
von und zu Algo, un joven elegante que habla un inglés de Eton y Harrow. Pero él no<br />
pincha ni corta. Si se trata de un gran negocio, pasas por encima de él y encuentras a<br />
un westfaliano prognato con una frente de gorila y los modales de un cerdo. Él es el<br />
hombre de negocios alemán que produce escalofríos a sus periódicos ingleses. Pero<br />
cuando el negocio es de primera y debes tratar con el verdadero amo, te llevan ante<br />
un judío bajo y pálido con la mirada de una serpiente cascabel. Sí, señor, él es el<br />
hombre que gobierna el mundo en este momento, y su objetivo es dar el golpe de<br />
gracia al Imperio del zar, porque su tía fue ultrajada y su padre azotado en algún<br />
pueblecito junto al Volga.<br />
No pude dejar de decirle que sus anarquistas judíos parecían haberse quedado un<br />
poco atrás.<br />
—Sí y no —contestó—. Triunfaron hasta cierto punto, pero descubrieron algo<br />
más importante que el dinero, algo que no podía comprarse: el instinto combativo del<br />
hombre. Si te van a matar, te inventas una especie de bandera o país por el que luchar,<br />
y si sobrevives llegas a amar esa cosa. Esos pobres diablos de soldados han<br />
encontrado algo que les importa, y que ha trastornado el bonito plan urdido en Berlín<br />
y Viena. Pero mis amigos aún no han jugado su última carta. Tienen un as en la<br />
manga, y a menos que yo logre seguir con vida un mes más, lo jugarán y ganarán.<br />
—Yo creía que estaba usted muerto —comenté<br />
—Mors janua vitae [1] —dijo él sonriendo. (Reconocí la cita: era casi todo el latín<br />
que sabía)—. Ya llegaremos a esto, pero primero tengo que ponerle en antecedentes.<br />
Si ha leído su periódico, supongo que conocerá el nombre de Constantine Karolides,<br />
¿no?<br />
Al oír esto me enderecé, pues había leído un artículo sobre él aquella misma<br />
tarde.<br />
—Es el hombre que ha desbaratado todos sus planes. Es el mayor cerebro de la<br />
política actual, y además da la casualidad de que es un hombre honrado. Por lo tanto,<br />
van detrás de él desde hace doce meses. Yo lo descubrí; no fue muy difícil, cualquier<br />
tonto habría podido adivinarlo. Pero no descubrí cómo pensaban quitarle de en<br />
medio, y esta información fue mortífera. Por eso he tenido que morirme.<br />
Tomó otra copa, y yo mismo se la serví, pues empezaba a interesarme por el<br />
mendigo.<br />
—No pueden liquidarle en su país, porque tiene una escolta de epirotas que<br />
despellejarían a sus abuelas. Pero el día quince de junio vendrá a esta ciudad. El<br />
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