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Los 39 escalones - John Buchan

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

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que discurría entre setos y descendía hacia el profundo valle de un arroyo. Después<br />

había un pequeño bosque, donde aminoré la velocidad.<br />

De repente oí el rugido de otro coche a mi izquierda, y vi con horror que estaba<br />

llegando a la altura de dos pilares a través de los cuales un sendero particular<br />

desembocaba en el camino. Mi bocina exhaló un sonido agonizante, pero era<br />

demasiado tarde. Pisé el pedal del freno, pero mi ímpetu resultaba demasiado grande,<br />

y un coche se cruzó en mi camino. El desastre se había producido sin remedio.<br />

Hice lo único que podía hacer, y me lancé contra el seto de la derecha, confiando<br />

en hallar algo blando al otro lado.<br />

Pero me equivoqué. Mi coche se deslizó a través del seto igual que mantequilla, y<br />

después cabeceó hacia adelante. Vi lo que iba a pasar, salté del asiento, y hubiera<br />

seguido saltando de no ser por la rama de un espino que me golpeó en el pecho, me<br />

levantó y me sostuvo, mientras una o dos toneladas de costoso metal resbalaban por<br />

debajo de mí, dando tumbos, y caían unos quince metros hasta el cauce de un<br />

riachuelo.<br />

La rama cedió lentamente bajo mi peso. Primero caí encima del seto, y después<br />

sobre un emparrado de ortigas. Me estaba levantando cuando una mano me cogió del<br />

brazo, y una voz asustada preguntó si estaba herido.<br />

Alcé la mirada y vi a un hombre joven con gafas y un gabán de cuero, que no<br />

cesaba de dar gracias a Dios y pedir disculpas. Por mi parte, en cuanto hube<br />

recobrado el aliento, no pude menos que alegrarme. Éste era un modo ideal para<br />

librarme del coche.<br />

—Ha sido culpa mía, señor —contesté—. Es una suerte que no haya añadido un<br />

homicidio a mis locuras. Éste es el fin de mi viaje en coche por Escocia, pero habría<br />

podido ser el fin de mi vida.<br />

Extrajo un reloj y lo miró.<br />

—Es usted una buena persona —dijo—. Dispongo de un cuarto de hora, y mi<br />

casa está a dos minutos de aquí. Le daré ropa, comida y una cama.<br />

—Por cierto, ¿dónde tiene la maleta? ¿En el río, junto al coche?<br />

—Lo llevo todo en el bolsillo —dije, sacando un cepillo de dientes—. Vengo de<br />

las colonias y viajo con poco equipaje.<br />

—¿De las colonias? —exclamó—. Por Dios, usted es el hombre que necesito.<br />

¿Es, por una bendita casualidad, un librecambista?<br />

—Lo soy —repuse, sin tener ni la más remota idea de lo que quería decir.<br />

Me dio una palmada en la espalda y me hizo subir rápidamente a su coche. Tres<br />

minutos después nos detuvimos ante un pabellón de caza enclavado entre pinos, y me<br />

condujo al interior. Primero me llevó a un dormitorio y me sacó media docena de sus<br />

trajes, pues el mío había quedado reducido a jirones. Escogí uno de sarga azul,<br />

www.lectulandia.com - Página 33

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