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Los 39 escalones - John Buchan

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

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límite del campo de golf. Desde allí veía la línea de césped que bordeaba el<br />

acantilado, con algún que otro banco, y los pequeños solares cuadrados, vallados y<br />

delimitados por arbustos, allí donde las escaleras descendían hacia la playa. Vi<br />

Trafalgar Lodge con toda claridad: una casa de ladrillos rojos con una terraza, una<br />

pista de tenis en la parte posterior, y delante un jardín lleno de margaritas y geranios.<br />

Había un asta de la que la enseña nacional colgaba fláccidamente en el aire tranquilo.<br />

En aquel momento observé que alguien salía de la casa y echaba a andar por el<br />

borde del acantilado. Cuando le enfoqué vi que era el anciano, vestido con unos<br />

pantalones blancos de franela, una chaqueta de sarga azul y un sombrero de paja.<br />

Llevaba unos prismáticos y un periódico, y se sentó en uno de los bancos de hierro y<br />

empezó a leer. De vez en cuando dejaba el periódico y volvía los prismáticos hacia el<br />

mar. Contempló largo rato el destructor. Yo le observé durante media hora, hasta que<br />

se levantó y regresó a su casa para almorzar, momento en que yo volví al hotel para<br />

hacer lo mismo.<br />

No me sentía muy confiado. Aquella casa tan normal y corriente no era lo que yo<br />

había esperado.<br />

El hombre podía ser el arqueólogo calvo de la terrible granja de los páramos, y<br />

podía no serlo. Era como uno de esos viejos pájaros satisfechos que se ven en todos<br />

los barrios residenciales y lugares de veraneo. En caso de tener que escoger a un tipo<br />

de persona totalmente inofensiva, lo más probable era que hubiese elegido a ése.<br />

Pero después de almorzar, mientras estaba sentado en el porche del hotel, me<br />

reanimé, pues vi lo que deseaba y había temido perderme. Un yate procedente del sur<br />

se acercó a la costa y echó anclas delante del Ruff. Debía pesar unas ciento cincuenta<br />

toneladas, y vi que pertenecía a la escuadra por la bandera blanca. Así pues, Scaife y<br />

yo bajamos al puerto y alquilamos una barca para una tarde de pesca.<br />

Pasé una tarde distraída y apacible. Entre los dos pescamos unos diez kilos de<br />

bacalao, y desde el mar enfoqué las cosas con más optimismo. Encima de los blancos<br />

acantilados del Ruff se veían las manchas verdes y rojas de las casas, y especialmente<br />

el asta de la bandera de Trafalgar Lodge. Hacia las cuatro, cuando consideramos que<br />

habíamos pescado bastante, pedí al barquero que se aproximara al yate, posado sobre<br />

la mar como un delicado pájaro blanco, dispuesto a emprender el vuelo en cualquier<br />

momento. Scaife dijo que por la línea parecía un barco rápido, y que llevaba motores<br />

muy potentes.<br />

Su nombre era Ariadne, como descubrí por la gorra de uno de los hombres que<br />

estaba limpiando los latones. Le hablé, y me contestó en el melodioso dialecto de<br />

Essex. Otro marinero me dio la hora en el inconfundible inglés de Inglaterra. Nuestro<br />

barquero habló del tiempo con uno de ellos, y durante unos minutos nos balanceamos<br />

junto a la proa del lado de estribor.<br />

De repente los hombres dejaron de prestarnos atención y reanudaron sus tareas<br />

www.lectulandia.com - Página 81

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