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Los 39 escalones - John Buchan

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

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para eso necesitaba un terreno más fácil, pues nunca había sido un buen montañero.<br />

¡Cuánto me habría gustado tener un buen poney sudafricano!<br />

Eché a correr cerro abajo y llegué al páramo antes de que apareciera ninguna<br />

figura en la línea del horizonte situada a mi espalda. Crucé el cauce seco de un arroyo<br />

y salí a un camino que discurría entre dos hoyas. Frente a mí había un gran campo de<br />

brezos que ascendía hasta una cima coronada por un extraño penacho de árboles. En<br />

el muro de piedra que bordeaba el camino había una verja, desde la que arrancaba<br />

una vereda cubierta de hierba.<br />

Salté el muro y la seguí, y tras unos centenares de metros —en cuanto dejó de<br />

verse desde el camino— la hierba desapareció y se convirtió en un camino muy<br />

respetable, que evidentemente alguien cuidaba con frecuencia. Estaba claro que<br />

conducía a una casa, y empecé a pensar en la conveniencia de llegar a ella. Hasta el<br />

momento había tenido suerte, y era posible que mi mejor oportunidad se encontrara<br />

en esta remota morada. En todo caso, allí había árboles, y eso significaba estar a<br />

cubierto.<br />

No seguí el camino, sino el cauce de un arroyo que lo flanqueaba por la derecha,<br />

donde los helechos eran abundantes y los altos márgenes formaban una considerable<br />

barrera. Hice bien, pues al mirar hacia atrás en cuanto hube alcanzado la hondonada,<br />

vi que mis perseguidores llegaban a la cumbre del cerro por donde yo había<br />

descendido.<br />

A partir de entonces no miré hacia atrás; no tuve tiempo. Eché a correr cauce<br />

arriba, arrastrándome en los lugares descubiertos y vadeando el arroyo casi<br />

constantemente. Encontré una casita abandonada con una hilera de montones de turba<br />

y un jardín lleno de maleza. Después me encontré en un campo lleno de heno y no<br />

tardé en llegar al límite de una plantación de pinos agitados por el viento. Desde allí<br />

vi humear las chimeneas de una casa varios centenares de metros a la izquierda.<br />

Abandoné el cauce del arroyo, salté otro muro de piedra, y casi antes de darme cuenta<br />

estaba en medio de una gran extensión de césped. Una mirada hacia atrás me reveló<br />

que me hallaba fuera de la vista de mis perseguidores, que aún no habían rebasado la<br />

primera elevación del páramo.<br />

El césped era muy desigual, cortado con guadaña en vez de segadora, y con<br />

parterres de rododendros alrededor. Una bandada de mirlos, que no suelen ser pájaros<br />

de jardín, alzó el vuelo cuando me acerqué. La casa que se levantaba ante mí era la<br />

granja habitual de los páramos, con un ala encalada más pretenciosa añadida a un<br />

lado. En esta ala había una galería de cristal, y a través del cristal vi el rostro de un<br />

anciano caballero que me observaba mansamente.<br />

Atravesé el borde de la grava y entré por la puerta abierta de la galería. La<br />

estancia era muy agradable, con cristal en un lado y multitud de libros en el otro. Se<br />

veían más libros en una habitación interior. En el suelo, en vez de mesas, había cajas<br />

www.lectulandia.com - Página 49

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