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Los 39 escalones - John Buchan

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

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—Creo, señor —dijo el joven, dirigiéndose respetuosamente a mí—, que usted<br />

mismo se habrá dado cuenta del error. Queremos ayudar a la ley como todos los<br />

ingleses, y no deseamos que Scotland Yard quede en ridículo. ¿No es así, tío?<br />

—Desde luego, Bob. —El anciano parecía estar recobrando la voz—. Desde<br />

luego, haremos todo lo que esté en nuestra mano para ayudar a las autoridades.<br />

Pero… pero esto es un poco excesivo. No logro recobrarme de la sorpresa.<br />

—¡Cómo se reiría Nellie! —dijo el hombre gordo—. Siempre afirmaba que te<br />

morirías de aburrimiento porque nunca te ocurría nada. Y ahora vas a desquitarte con<br />

creces —y se echó a reír de un modo muy agradable.<br />

—Por Júpiter, sí. ¡Imagínate! Vaya una historia para explicar en el club. La<br />

verdad, señor Hannay, supongo que debería estar enfadado para demostrar mi<br />

inocencia, pero es demasiado gracioso. ¡Casi le perdono el susto que me ha dado!<br />

Parecía usted tan triste, que he pensado que tal vez había matado a alguien estando<br />

dormido.<br />

No podía ser una actuación; era detestablemente genuino. Se me cayó el alma a<br />

los pies, y mi primer impulso fue pedir disculpas y marcharme. Pero me dije a mí<br />

mismo que no podía darme por vencido, aunque me convirtiese en el hazmerreír de<br />

toda Gran Bretaña. La luz de las velas era muy tenue, y para disimular mi confusión<br />

me levanté, fui hacia la puerta y encendí la luz eléctrica. El súbito resplandor les hizo<br />

parpadear, y yo escruté los tres rostros.<br />

No me sirvió de nada. Uno era viejo y calvo, otro era corpulento, y otro era<br />

moreno y delgado. Su aspecto no desmentía que fuesen los tres que me habían<br />

perseguido en Escocia, pero nada les identificaba. No entiendo por qué yo, que como<br />

picapedrero había cruzado mi mirada con dos pares de ojos, y como Ned Ainslie con<br />

otro par, por qué yo, que tengo buena memoria y el don de la observación, no pude<br />

reconocerles. Parecían lo que afirmaban ser, y no habría podido jurar que no lo eran.<br />

En aquel agradable comedor, con grabados en las paredes y el retrato de una<br />

anciana dama encima de la repisa de la chimenea, no vi nada que les relacionara con<br />

los fanáticos de los páramos. Había una pitillera de plata junto a mí, y vi que había<br />

sido ganada por Percival Appleton, del club de St. Bede, en un torneo de golf. Tuve<br />

que concentrarme en el recuerdo de Peter Pienaar para no salir corriendo de aquella<br />

casa.<br />

—Bueno —dijo cortésmente el anciano—, ¿está satisfecho del interrogatorio,<br />

señor?<br />

No encontré palabras para responder.<br />

—Espero que considere compatible con su deber olvidar este ridículo asunto. No<br />

me quejo, pero es muy molesto para personas respetables como nosotros.<br />

Meneé la cabeza.<br />

—Oh, Dios mío —exclamó el hombre joven—. ¡Esto es demasiado!<br />

www.lectulandia.com - Página 87

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