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Los 39 escalones - John Buchan

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

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tocara.<br />

No sé por quién me tomó —por un ladrón arrepentido, tal vez—, porque cuando<br />

quise pagarle la leche y le tendí un soberano, que era la moneda más pequeña que<br />

tenía, meneó la cabeza y murmuró algo acerca de «darlo a los que tenían derecho a<br />

él». Yo protesté de tal modo que debió creer en mi inocencia, pues tomó el dinero y a<br />

cambio de él me dio un cálido plaid nuevo y un sombrero viejo de su marido. Me<br />

enseñó a colocarme el plaid alrededor de los hombros, y cuando abandoné la casita<br />

era la viva imagen del tipo escocés que se ve en las ilustraciones de los poemas de<br />

Burns. En todo caso, iba más o menos vestido.<br />

Fue una suerte, porque el tiempo cambió antes del mediodía y empezó a llover.<br />

Me refugié debajo de un saliente rocoso en el recodo de un arroyo, donde un montón<br />

de helechos muertos me servían de cama. Allí conseguí dormir hasta la caída de la<br />

noche, momento en que me desperté mojado y entumecido, con un terrible dolor en el<br />

hombro. Comí la torta de harina de avena y el queso que la mujer me había dado y<br />

volví a ponerme en camino antes de que oscureciera totalmente.<br />

Omitiré las desdichas de aquella noche a través de las mojadas colinas. No había<br />

estrellas por las que pudiera guiarme, y tuve que seguir adelante basándome en mis<br />

recuerdos del mapa. Me perdí dos veces, y sufrí varias caídas en los numerosos<br />

hoyos. Sólo tenía que recorrer unos quince kilómetros en línea recta, pero mis errores<br />

los convirtieron en casi treinta. Cubrí el último tramo con los dientes apretados y en<br />

un estado de semiinconsciencia. Pero lo logré, y al amanecer golpeaba con los<br />

nudillos la puerta del señor Turnbull. La niebla era muy espesa, y desde la casita no<br />

se veía el camino.<br />

El propio señor Turnbull me abrió, sobrio e incluso más que sobrio. Iba<br />

severamente vestido con un traje antiguo pero bien conservado de color negro; debía<br />

haberse afeitado la noche anterior; llevaba una camisa blanca y una Biblia de bolsillo<br />

en la mano izquierda. En el primer momento no me reconoció.<br />

—¿Se puede saber quién es el que viene a rondar por aquí en la mañana del<br />

sábado? —preguntó.<br />

Yo había perdido la cuenta de los días. Así que el sábado era la razón de este<br />

extraño decoro.<br />

La cabeza me daba vueltas de tal forma que no pude formular una respuesta<br />

coherente. Pero me reconoció, y vio que estaba enfermo.<br />

—¿Tiene mis gafas? —preguntó.<br />

Las extraje del bolsillo de mis pantalones y se las di.<br />

—Ha venido a por su chaqueta y su chaleco —dijo él—. Pase, hombre, pase.<br />

Caramba, tiene las piernas hechas polvo. Aguante, que ahora le traigo una silla.<br />

Comprendí que estaba al borde de un ataque de malaria. Tenía mucha fiebre, y las<br />

noches de lluvia habían empeorado mi estado, además, el hombro y los efectos de las<br />

www.lectulandia.com - Página 60

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