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Los 39 escalones - John Buchan

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

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jardines llenos de espinos y laburnos amarillos. El paisaje era tan hermoso que me<br />

resultaba difícil creer en la existencia de alguien que quisiera matarme; y, ¡ay!, que al<br />

cabo de un mes, a no ser que la suerte me acompañara, estas redondas caras de<br />

campesinos estarían inmóviles y lívidas, y los hombres yacerían muertos en los<br />

campos ingleses.<br />

Alrededor del mediodía entré en un pueblecito, y se me ocurrió detenerme a<br />

comer. En la calle principal estaba la oficina de correos, y en los <strong>escalones</strong> se<br />

hallaban la administradora y un policía enfrascados en la lectura de un telegrama.<br />

Cuando me vieron se despabilaron, y el policía avanzó con una mano en alto y me<br />

gritó que me detuviera.<br />

Estuve a punto de obedecer. Después se me ocurrió que el telegrama podía tener<br />

algo que ver conmigo; que mis amigos de la posada habían llegado a un acuerdo y se<br />

habían unido para encontrarme, para lo cual, habían telegrafiado una descripción de<br />

mí y del coche a treinta pueblos por los que podía pasar. Solté los frenos justo a<br />

tiempo. El policía se lanzó sobre el automóvil y no se soltó hasta que le di un<br />

puñetazo en un ojo.<br />

Comprendí que las carreteras no eran lugar para mí, y seguí adelante por los<br />

caminos vecinales. No resultaba fácil sin un mapa, pues corría el riesgo de meterme<br />

en el camino de una granja y desembocar en un estanque de patos o un establo, y no<br />

podía permitirme el lujo de sufrir un retraso. Empecé a darme cuenta de lo tonto que<br />

había sido al robar el coche. El gran automóvil verde constituiría una pista imborrable<br />

de mi paso a todo lo ancho de Escocia. Si lo abandonaba y continuaba a pie, no<br />

tardarían más de una hora o dos horas en descubrirlo y yo no podría disfrutar de<br />

ventaja en la carrera.<br />

Lo primero que debía hacer era llegar al más solitario de los caminos. No me<br />

costó encontrarlo cuando me topé con un afluente del río mayor, y llegué a un valle<br />

con empinadas colinas a todo mi alrededor y a un tortuoso camino que cruzaba un<br />

desfiladero al final. Aquí no vi a nadie, pero me estaba llevando demasiado hacia el<br />

norte, de modo que giré hacia el este por un sendero muy malo y finalmente hallé una<br />

línea férrea de doble vía. Desde allí vi otro ancho valle, y pensé que si lo cruzaba<br />

quizá encontraría una remota posada donde pasar la noche. Empezaba a caer la tarde<br />

y yo estaba hambriento, pues desde el desayuno no había comido nada aparte de un<br />

par de bollos que había comprado por el camino.<br />

En aquel momento oí un ruido en el cielo, y he aquí que veo aquel infernal avión,<br />

volando bajo y acercándose rápidamente a mí, unos quince kilómetros al sur.<br />

Tuve el sentido común de recordar que en un páramo desnudo estaba a merced<br />

del aeroplano, y que mi única posibilidad era llegar al frondoso refugio del valle.<br />

Bajé la colina con la velocidad de un rayo, girando la cabeza, siempre que me atrevía,<br />

para observar a aquella maldita máquina voladora. No tardé en alcanzar un camino<br />

www.lectulandia.com - Página 32

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