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I. la poética de la luna
En recuerdo de aquella niña de la gran ciudad,
que jamás había visto la luna,
porque el bosque de
edificios no se lo permitía...
y una noche la vimos.
C.S.O.
La luna, hermosa compañera nocturna, desaparece del
cielo tres noches cada mes, en novilunio. Y como el ave Fénix
emerge de su propia muerte para cumplir su palingenesia, ese renacer
creciente. El firmamento compensa la ausencia y se cuaja
de estrellas festejando el retorno del astro. En esas desapariciones
la luna ama al sol en secreto, son hermanos... Él espera su abrazo
para calmar tanta pasión, tanto fuego que lo ahoga; ella desea su
fogaje para calentarse del frío insoportable. No siendo suficiente,
ella toma del sol calor y luz para vivir el resto de los días. Así se
celebra la hierogamia, la cópula sagrada de las luminarias.
Selene, –nombre griego de la luna– “la eternamente, regularmente,
raptada por el Sol (Helios) y por la Aurora, sus hermanos”,
(García Bacca, 1974, p. X), con su andar dio a los humanos
la sensación del tiempo. Ella lo consiente, lo mima, lo arrulla; hace
de él una cualidad contra la tendencia cuantitativa que se ha impuesto,
enumerándolo todo. Habla de su presencia y de la duración
a través del cambio, parece ser la misma pero crece, decrece,
se anuncia y es plena. Si notamos su ausencia es porque ansiamos
su aparición. Imagen brillante: perla esplendente, sugerida, sugerente,
que ilumina con su caricia de femenina mirada... ¿Quién se
la resiste?
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