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Todo poema debe ser –pensaba Hölderlin– una gran enredadera
cargada de palabras que van cubriendo como hiedra el
mundo falso que enfrentamos. Y los versos serían cinceles que desbaratarían
las columnas que sostienen el mundo tosco, para esculpir
uno nuevo. El mundo no está hecho para que el hombre lo pasee
como un animal ignorante. Dios no perdona tal afrenta. Debe el
humano intentar hacer florecer un mundo nuevo y verlo surgir con
el resplandor propio de lo creado. Todo lo que existe –decía el poeta–
lo es porque el poeta lo nombra, lo invoca, llama o conjura recreándose
en la palabra. Porque para llegar a Dios estaba la poesía,
pero poesía a la manera griega: cantos para celebrar la belleza del
ser y del universo; el kalokagathos homérico: lo bueno-bello-de-ver,
mirar estéticamente el mundo. Esa fe le daba al poeta alemán ánimo
para decir: “Lleno de méritos está el hombre; / mas no por ellos, por
la Poesía/ hace de esta tierra su morada”.
La divinidad parecía tocarlo cuando contemplaba el mar
y sentía el viento jugar con su cabello, oía el canto de los pájaros,
y disfrutaba el aroma de las flores; momentos hubo en que caía de
rodillas y le sobrevenía el llanto, particularmente cuando construía
un poema que sugería una realidad nueva; luego como en éxtasis y
sintiéndose un ser divino exclamaba “Was bleibet aber, stiften es die
dichter”. “Pero lo que permanece, lo fundan los poetas”.
El poeta sintió un llamado íntimo que lo incitó a la búsqueda
suprema, llamado que lo condujo a la clausura de sí mismo y lo
tornó autista hasta su muerte.
Hölderlin, con la poesía, notó la claridad del universo, tuvo
la certeza de la sagrada existencia del poeta. Su mente, sin embargo,
se llenó de brumas para perderse luego en los caminos de la
demencia. A ratos recitaba “Pero donde está el peligro, /allí nace lo
que salva”.
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