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Ella, la mujer denigrada, fue la única que posó la mirada
sobre el escrito. Luego él, incitado por los acusadores, sentenció y
se inclinó de nuevo para continuar escribiendo. Mientras esto hacía
notó que los pasos antes llegados atropelladamente se alejaban con
vergüenza. Al no sentirlos más, levantó su rostro divinamente iluminado,
miró de manera intensa y por segunda vez, aquellos ojos avellana,
aquella faz cobriza, aquel vientre apenas cubierto por un tul
de Damasco. Él, que había curado lunáticos en Galilea (Mt 4, 24), la
perdonó por haber amado demasiado, y supo que ella, la absuelta,
había leído en los granos de arena su angustia vital: “El demonio me
atormenta, sólo el amor me salva”.
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