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mia, “por la luna”, de los griegos, que significa “menstruación” de
menstrualis, mensual. “Estoy en el mes”. “Me llegó la luna”, dicen
ellas con dulce timidez.
La luna es sinónimo de devenir y renacer, de sueño, inconsciente
y también de dualidad. Por eso el travestí es nocturno, un otro
que se libera sin culpa. La luminaria hace emerger la herida, el trauma,
y predispone a los haceres sensibles. No en vano Novalis escribe
Himnos a la noche, para cantarle a las sombras donde vive la luna, y
para cantarle a ese otro que somos bajo su influencia: amor, pasión
y alquimia. Poeta romántico que sufrió y sintió ese ser bifronte que
somos. La noche es para Novalis ese espacio donde auténticamente
existimos, el momento mágico donde vive lo sobrenatural, el hábitat
de los duendes; un lugar de sensaciones, de imágenes, del valor de
las penumbras, del ocio creador y del insomnio; de ese insomnio
que nutrió y mató al poeta venezolano, José Antonio Ramos Sucre,
quien deseó ser Endimión, el amante de la luna, para poder dormir,
dormir y dormir.
La luz del Sol salva, nutre y da vida, su exceso produce insolación,
quemaduras y hasta la muerte. La luna, a su vez, hace fluir
el amor cuando abre las compuertas de la pasión y los deseos, toda
la Natura se aparea; pero si se excede el límite, brota la inlunación
y prolifera el caos manifiesto en abuso, excesos y locura, y se hacen
proclives los rituales de la muerte. Dionisos o Baco, se adueña del
encanto y guía la sensación de esas pasiones en compañía de Sileno,
su tutor, cuyo nombre significa “el hombre de la Luna”. Tocados por
la luna, los humanos deambulan estremecidos por sus pasiones y,
posesos, desatan y juegan el juego de los laberintos recónditos. Sin
máscaras o poniéndoselas, como cantara Verlaine, vagan en busca
de la liberación para hallar esa otra cara: ese ser dual que finalmente
es nuestra naturaleza. Si la luna excita, hay que vigilar los placeres,
estamos en trance lunar.
Como del fondo de los tiempos, emerge en nosotros la
actitud y el sentimiento del primer hombre cuando miramos la luna,
ya lo hemos dicho. Aparecen los sustos y temores, florece lo atávico.
El hombre lobo y los murciélagos espantan nuestras noches y nos
colman de temblor bajo la luz de la luna: lo que esa claridad no
ilumina se torna en sombra que aviva nuestros temores infantiles.
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