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los “filósofos”, para que produzcamos más y podernos mantener así
alejados de la libertad del ocio y hacer nec-otium, neg-ocio. Para
Dalí, el tiempo era como mantequilla sobre un cuchillo caliente.
Su genio, tan únicamente daliniano, rebotaba como una
pelota de ping-pong. Todo lo dicho, hecho y por hacer ya existía
en la mente de Dalí: la intuición, poder del auténtico artista, tomaba
residencia en él a plenitud; intuición hecha de imágenes y sensaciones
que hacen de su pintura algo sorprendente. Dalí salvó la pintura
contemporánea con sus propuestas, aleccionado por Rafael, Botticelli,
Paolo Ucello, Leonardo, Goya, El Greco, Durero, Miguel Ángel,
Velásquez y otros...
Él era daliniano... era su única ideología. El arte de Dalí es
una ayuda para que el ser se eleve por encima de esta cotidianidad
casi aplastante; pensaba que en cada lugar del mundo en que se
pudiera debería haber museos, teatros, arte, arte, arte... Y proponía
celebrar lo creativo para sacar al hombre de la chatura del mundo
consumista y plano y de nuestra tendencia depresiva que nos hace
aún más frágiles. Sabía que el arte se enfrenta al poder, el cual
jamás ofrece nada humano, nada digno, sólo razón y estadísticas
que engendran monstruos. Resulta hermoso y aleccionador que
hoy día desfilen más de seiscientas mil personas al año por el Museo
de Dalí.
Frente a su obra ponemos cara de asombro, o cierta sonrisa
que es el signo del humor que ocultan sus pinturas; y sobre todo
solemos sentir desconcierto... Esas obras vapulean constantemente
la costumbre de nuestra mirada, nos sacan de la monotonía, nos
remueven muy en lo profundo. La obra daliniana nos trastorna. Él
era un delirante que se inspiró en Nietzche, Schopenhauer y Picasso.
Sus cuadros son enigmas en los que nos leemos; como si asistiéramos
a una galería privada que expone nuestros sueños. Quienes
menos toleraban su obra o le maltrataban con sus mordaces críticas,
o lo trataban de loco, lo hacían porque las pinturas los tocaban íntimamente.
Dalí representa con su obra parte de la compleja alma
humana, tan hermosa y horrenda a la vez.
En su Cristo de San Juan de la Cruz (1951), esa representación
tan auténtica y original, nos muestra la culpa que aún expiamos,
cuando vemos desde arriba las espaldas de un Jesús suspendido y
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