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la luz de las recién iluminadas calles hasta altas horas de la noche.
El poeta siempre tuvo la esperanza de ver florecer de esos agujeros
selectos, los brotes de sus amadas flores del mal, al igual que en él
había brotado el bacilo de la sífilis que lo llevó a la muerte.
Cuando el mundo de amigos de la pareja se enteró de la
certeza de estas aventuras y del destino de los escritos inéditos del
poeta maldito, trataron de tergiversar la historia –así lo acordaron
en conciliábulo– para poder alejar a los curiosos escritores, estudiantes
de la Sorbona, candidatos a doctores nada doctos, taxistas,
vendedores de antigüedades, y niños sobredotados que intentaban
saquear cada caries que mostraran las vetustas maderas de las rues
parisinas.
París es una fiesta, una ciudad que esconde en sus maderas
años de arte y de polillas, y el secreto de los mejores poemas de un
bardo, cuya mayor frustración fue no haber podido guardar uno de
sus poemas en la rue Hautefe Ville que lo vio nacer. Baudelaire vivía
en ese tiempo en el Hotel Lauzón, hecho de metal, piedra y ladrillo,
estructura que lo hizo desistir de colocar entre las hendiduras de
los adoquines, o entre ladrillo y ladrillo alguno de sus versos... “La
madera es más sutil”, decía el poeta, que fue condenado –posteriormente
reivindicado– por inmoral y por tener la mirada atormentada
por el vacío de una sociedad hipócrita.
Se dice que en la noche de su muerte, se encontraron
sus poemas Tristezas de la Luna y tres versos sueltos de La Luna
ofendida.
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