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XII. homero
(ss. X ó IX a. de C.)
El ciego vidente
Tú, Homero, sabías de los humanos y de sus límites. Límites
frente al espacio insondable, la resistente tierra, el profundo mar que
todo lo vomita, y frente al ardiente fuego de las pasiones. Y te diste
a la tarea de hacerlos hallarse dentro de sí, penetrarse, en un encuentro
con sus dioses. Les brindaste, además, la aguda sonda de la
imaginación para que exploren sin temor los laberintos internos que
se recorren, una y otra, y otra vez. Les diste la posibilidad de soñar.
Tu Ilíada, representa el viaje y la lucha por el interior de
nuestras pasiones, y la Odisea, el regreso anhelado –nóstos–. A los
hombres, que lamentablemente vivimos matando la voluntad que
llevamos dentro, nos concediste el derecho a ser héroes para poder
valorar el eterno femenino: rescatar a la inolvidable Helena, o
cumplir siempre con la leal Penélope, aun cuando se deban sortear
las más infatigables vicisitudes... Ellas siempre esperan con labios
fieles a aquellos que las nombran, entregándose luego entre las olas
del mar, dentro de profundas grietas o en el más alto risco... Eternamente
dadoras esperan ser amadas, pues saben amar. La guerra,
las hecatombes más siniestras palidecen frente a esta palabra, omniabarcante,
protectora... Amor. Palabra dada por la Divinidad a los
humanos para que el fin no sea inevitable, para que se dé la tregua
y se entierre a los muertos y surja el perdón.
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