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Tocados por la luna

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en donde era asiduo visitante... La voz de los otros la hacía su voz,

la piel de una hermosa dama pálida era su piel, y de ella extraía los

olores de los cuerpos y el nombre de aquellos que la habían poseído,

o degustaba el zumo del último ácido secretamente pinchado.

Sabía cómo arrancar las claves a las confesiones personales. Traducía

las marcas dejadas en las habitaciones forradas de suntuosos

papeles aterciopelados o de amarillentos afiches, desordenadas de

sábanas blancas, corchos húmedos, pijamas de seda y de repletos

ceniceros abandonados. Dominar las intimidades era su angustia

vital, su placer. Escribirlas magistralmente, hacerlas públicas, era la

mejor catarsis que conocía. Truman Capote, pintó, bailó, hizo teatro,

mas siempre sus libros eran esperados, ansiosamente leídos.

Se retiraba a sus dominios en día viernes a gozar su colección

de haberes, con el placer que siente un niño cuando observa

sus riquezas secretas, sus logros callejeros. Tanto se fundía con el

medio que, al soñar, recordaba como en cámara lenta, los lugares,

seres y cosas a los que había robado su intimidad. Soñaba así para

despojarse de todas esas presencias, mientras el seductor Morfeo

lo esperaba alegre para jugar al escondite. Con la misma intensidad

sintió el juicio, el encierro y los estertores agónicos cuando la

soga quebró los cuellos de Richard Eugene Hickock y Perry Smith,

Dick y Perry, los dos asesinos de su novela A sangre fría. Vivió y

murió con ellos... no pocas veces se estremeció de terror, placer y

angustia.

De niño fue adulto, y de adulto un niño revoltoso, impertinente

lo habitaba... El dios Baco lo visitó temprano y lo acompañaba,

mostrándole los racimos de dulces uvas efervescentes, para

que abandonara la abstinencia y hacerlo su compañero de viaje

hasta la muerte. Con el tiempo fue un camaleón descolorido, tambaleante,

chismoso e impertinente, que apenas se lograba colar en

las reuniones sin ser bienvenido. Había perdido la habilidad de leer

los rostros, la comisura de los labios, el habla de las manos y las

miradas de horizonte de los marineros que otrora estaban llenas de

abundantes olas para él. Con la mano metida en el bolsillo izquierdo

del pantalón de lino blanco, tocaba sin cesar una piedra dionisia

que, allende los mares, le regalara un isleño griego para que remediara

la embriaguez.

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