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CARMILLA
—En casa –dijo papá–, tenemos un retrato de Mircalla, la
condesa de Karnstein. ¿Le gustaría verlo?
—Habrá tiempo para eso, mi querido amigo –respondió
el general–. Creo haber visto la original. Y una cosa que me
motivó para buscarlo a usted antes de lo previsto fue mi intención
de explorar la capilla, a donde vamos a entrar ahora.
—¿Quiere ver a la condesa? –exclamó mi padre–. Pero si
hace más de un siglo está muerta.
—No tan muerta como usted cree –dijo el general–. Al
menos así me han dicho.
—Confieso, general, que usted me intriga, pero mucho
–dijo mi padre, mirándolo con cierta sospecha de que estaba
diciendo locuras. Fue una mirada que había detectado en mi
padre en una ocasión anterior. Pero, a pesar de que se notaba
ira y disgusto en la actitud del viejo general, hablaba con
mucha seriedad.
Pasamos debajo del arco gótico de la iglesia – pues era
más que una capilla; por sus dimensiones parecía merecer el
término «iglesia»– y nuevamente habló el general:
—Un solo objetivo me sostiene ahora en los pocos años
que me quedan de vida: vengarme de ella. Y gracias a Dios,
es algo que un arma mortal puede aún cumplir.
—¿De qué venganza habla? –preguntó mi padre, cada
vez más atónito.
—Hablo de decapitar al monstruo –respondió el general,
con furia, y con un golpe de pie que resonó con un triste eco
a lo largo de la ruina hueca. Levantó su brazo con el puño
cerrado como si estuviera agarrando un hacha, y lo blandió
ferozmente en el aire.
—¿Qué? –exclamó mi padre, consternado.
—¡Quitarle la cabeza!
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