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CARMILLA
No puedo permitir que continúe un viaje que evidentemente
será largo, sin que corra peligro. Si es verdad, como
usted ha dicho, que no puede suspender el viaje, tendrá que
separarse de ella esta misma noche. Y en ningún lugar podría
dejarla con tantas y tan honestas manifestaciones de un tierno
cuidado como el que encontrará aquí.
Había algo en el aire de esta señora, y en su figura, de tanta
distinción, e incluso de imponencia, y en su manera de ser
tan agradable, que dejaba a uno impresionado. Y eso aparte
de su elegante comitiva y la sensación inequívoca de que se
trataba de un personaje
importante.
Ya habían levantado la carroza, estaba puesta en posición
para andar de nuevo, y los caballos se habían calmado y tenían
sus arneses otra vez en orden.
La señora echó a su hija una mirada que no me pareció
tan afectuosa como hubiera esperado a la luz de la escena
inicial. Luego, con un gesto discreto, llamó a mi padre a un
lado y se alejó con él unos pasos para que estuvieran fuera
del alcance de nuestros oídos. Observé cómo le habló con
una expresión fija y severa, muy diferente de la que había
tenido cuando hablaba unos momentos antes.
Me sorprendió mucho que mi padre no pareciera haber
notado el cambio. Me dio una curiosidad insaciable por saber
qué era lo que ella le estaba diciendo, prácticamente pegada a
su oído. Lo decía, además, con tanta intensidad, y tan rápido.
Estuvieron ocupados así durante dos minutos, o tres cuando
mucho. Terminada la conversación, ella se volteó y dando
unos cortos pasos llegó a donde yacía su hija en brazos de
madame Perrodon. Se arrodilló a su lado por un momento y le
susurró algo al oído, que madame suponía era una bendición.
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