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CAPÍTULO 4
No me quiso contar el apellido de su familia, ni detalles
de su escudo, ni el nombre de sus tierras. Ni siquiera me dijo
de qué país era.
No debe creer usted que yo le molestaba incesantemente
preguntando sobre estos temas. Esperaba cada oportunidad,
y prefería insinuar mis averiguaciones, en vez de urgir una
respuesta. Una que otra vez la ataqué más directamente, es
verdad. Pero no importaba cuál táctica empleara, el resultado
era siempre el mismo: ningún avance. No servían ni las
caricias ni los reproches. Pero debo admitir que evadía las
respuestas con una melancolía y un alzar de hombros, y con
tantas, y a veces tan apasionadas, declaraciones de su amor
por mí, y de su confianza en mi honradez, y tantas promesas
de que algún día, por fin, yo iba a saberlo todo, que no encontraba
en mi corazón cómo sentirme ofendida.
Ella solía tomarme en sus bellos brazos, abrazarme y, su
mejilla contra la mía y sus labios en mi oído, murmurar:
—Mi amada, tu pequeño corazón está herido.
No me creas cruel simplemente porque obedezco la irresistible
ley de mi fortaleza y de mi debilidad. Si tu querido
corazón está herido, el salvaje corazón mío sangra por
el tuyo. En el éxtasis de mi enorme humillación, vivo en tu
cálida vida. Y tú morirás, dulcemente morirás, en la mía. No
tengo remedio. Como yo me acerco a ti, tú, a tu turno, atraerás
a otros y conocerás el éxtasis de esa crueldad, que aun así
es el amor. De modo que, por un tiempo, no intentes saber
más de mí y de los míos, confía en mí con tu espíritu amante.
Y cuando hablaba de esta manera rapsódica, me apretaba
más fuertemente contra ella en un abrazo tembloroso, mientras
sus leves besos hacían que mi mejilla brillara con una
suave incandescencia.
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