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CARMILLA
He dicho que había ciertas cosas que no me gustaban.
Como ya les conté, su confianza me conquistó desde cuando
la vi esa primera noche. Pero descubrí que, con respecto a sí
misma, su madre, su historia, de hecho todo lo relacionado
con su vida, sus planes y su gente, ella mantenía una tremenda
reserva, como si estuviera siempre vigilante. Mi manera
de averiguar no era del todo razonable, tal vez.
A lo mejor me equivocaba. Debería haber respetado la
solemne amonestación pronunciada por la majestuosa dama
de terciopelo negro en conversación con mi padre. Pero la
curiosidad es una pasión inquieta y sin escrúpulos. Y ninguna
niña la soporta con paciencia, ni aguanta que su natural
curiosidad encuentre rechazo por parte de otra. ¿Qué daño
haría si ella respondiera y me contara todo lo que, con todo
ardor, quería yo saber? ¿No confiaba en mi sensatez?
¿En mi honor? ¿Por qué no me iba a creer cuando le juraba,
como lo hice solemnemente, que no divulgaría a ningún
ser mortal una sola sílaba de lo que me revelara?
Mostraba algo de frialdad, me parecía, una dureza más allá
de sus años, cuando, con su persistente y melancólica sonrisa,
se negaba a darme un solo rayo de luz acerca de su vida.
No digo que hayamos peleado por eso, ya que ella no peleaba
por nada. De mi parte, por supuesto, era injusto presionarla.
Era de mala educación. Pero no podía controlarme.
Aunque en realidad daba lo mismo. Porque, comparado con
mis expectativas, lo que me contó sobre ella no fue prácticamente
nada.
Se puede resumir todo en tres revelaciones: Primera, que
su nombre era Carmilla; segunda, que su familia era muy
antigua y noble; y tercera, que su casa estaba en el oeste con
respecto a nuestro castillo.
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