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CARMILLA
»“Mi general”, dijo el primero, “mi ilustre colega parece
creer que a usted le hace falta un mago, no un médico”.
»“Con su permiso”, dijo el viejo médico de Gratz, evidentemente
molesto, “voy a elaborar mi juicio sobre el caso
a mi manera, y en otro momento. Lamento decirle, Monsieur
le General, que mis conocimientos y mis remedios no sirven
en la situación actual. Pero antes de retirarme, me haré el
honor de hacerle una sugerencia”.
»Estaba pensativo. Se sentó ante una mesa y comenzó a
escribir.
»Yo, profundamente decepcionado, hice una venia y empecé
a retirarme, cuando el otro médico señaló al que estaba
sentado escribiendo, tocándose la frente con un gesto bastante
despectivo, pues se refería al estado mental de su viejo
colega.
»Este par de consultas me habían dejado en las mismas.
Salí al jardín sintiendo que la ansiedad me enloquecía.
Después de diez o quince minutos, el médico de Gratz
apareció a mi lado. Pidió disculpas por haberme perseguido,
pero dijo que su conciencia no le permitía abandonar
la casa sin decir nada.
Me dijo que era imposible que se equivocara: que ninguna
enfermedad natural mostraba los síntomas que mostraba
mi niña, y que muy prontamente iba a morir. Apenas
le quedaba un día de vida, o posiblemente dos. Si se
tomaran medidas inmediatamente para evitar el próximo
ataque, existía la posibilidad de que, con sumo cuidado y
mucha pericia, recuperara su salud. Pero todo dependía
de factores irrevocables. Un asalto más sería suficiente
para extinguir el último, tenue signo de vitalidad que aún
le restaba.
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