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CARMILLA
supo que nadie en el coche, ni ninguno de los que estaban
atendiendo, había sufrido heridas. Pero, al enterarse de que
su madre le había dejado aquí hasta su regreso en unos tres
meses, se puso a llorar.
Estaba yo al punto de agregar mis consuelos a los de madame
Perrodon, cuando mademoiselle De Lafontaine me
tomó del brazo y me dijo:
—No te acerques. Por ahora ella no puede conversar con
todos nosotros al mismo tiempo, sino solamente uno por
uno. En este momento cualquier agitación le podría hacer
daño.
Tan pronto esté cómodamente acostada en una cama,
pensé yo, voy a ir a su cuarto para verla.
Mientras tanto mi padre había despachado a un sirviente
a caballo para que fuera a traer al médico que vivía a unas
dos leguas de nosotros. Y una habitación se preparaba para
recibir a nuestra joven huésped.
Ella se levantó ahora, y recostada en el brazo de madame,
caminó lentamente por el puente levadizo y entró al castillo.
En el amplio vestíbulo del castillo los sirvientes la esperaban,
y sin más demora la condujeron a su habitación. El lugar que
habitualmente usamos como salón de estar es una sala larga
con cuatro ventanales que dan a la fosa y al puente levadizo,
y al bosque que antes describí. Los muebles son de roble
tallado, y hay altos escaparates. Los asientos están forrados
de terciopelo carmesí de Utrecht. Las paredes están cubiertas
de tapicerías con grandes marcos dorados, y las figuras,
de tamaño real, están vestidas de atuendos antiguos y muy
curiosos. Los personajes representados están dedicados a la
cacería, a la halconería, y en general a un ambiente festivo.
El lugar no es tan majestuoso como para no ser cómodo.
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