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cara se tornó brutal. Y antes de que yo pudiera gritar, el general
la embistió con toda su fuerza. Pero ella se agachó para
evitar el golpe y con su pequeña mano agarró a su atacante por
la muñeca. Él intentó zafarse, pero no pudo. Su mano se abrió,
el hacha cayó al suelo, y Carmilla desapareció.
El general tambaleó, aferrándose al muro para no caer.
Sudaba, y su rostro se veía tan pálido que pensé que iba a
morir ahí mismo.
Todo había ocurrido en un instante. La primera cosa que
recuerdo después de eso fue que madame Perrodon estaba
frente a mí preguntando, una y otra vez y con impaciencia, si
yo sabía a dónde se había ido Carmilla.
—No sé –le dije–. No lo puedo explicar. Ella salió por ahí.
Y señalé la puerta por donde madame acababa de entrar.
—Pero yo estaba allí, en el pasillo –dijo madame–, desde
que entró la señorita Carmilla. Por ahí no salió.
Luego empezó a llamar a Carmilla por su nombre, por
todas las puertas y ventanas y pasillos. Pero no hubo respuesta
alguna.
—¿Ella se hacía llamar Carmilla? –preguntó el general.
—Sí, Carmilla –contesté.
—Ah –dijo él–. Es Millarca. La misma que hace tanto
tiempo se llamaba Mircalla, la condesa de Karnstein. Sal de
esta maldita tierra, mi pobre muchacha, lo más rápido que
puedas. Toma el coche y vete a la casa del cura. Quédate allí
hasta que lleguemos nosotros. Ojalá nunca más vuelvas a ver
a Carmilla. Aquí no la vas a encontrar.
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