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CAPÍTULO 9
—Nos puedes señalar con el dedo más o menos el punto
donde crees que te entraron las agujas.
—Aquí –dije, indicando–, un poco más abajo de la garganta.
El vestido que llevaba puesto cubría el lugar.
—Ahora usted puede ver, señor –dijo el médico–. Si no
te molesta, señorita, tu padre te va a bajar el cuello del vestido,
pero muy poco. Es necesario para que podamos detectar
el síntoma del mal que padeces.
Yo consentí. El lugar estaba apenas a una pulgada debajo
del cuello del vestido.
—¡Que Dios me bendiga! –exclamó papá–. ¡Es verdad!
Y empalideció.
—Ahora lo puede ver con sus propios ojos – dijo el médico,
triunfante, pero en tono lúgubre.
—¿Qué es? –pregunté, empezando a alarmarme.
—Nada, mi querida señorita –dijo el médico–, sólo un
diminuto punto azul, como la punta de tu dedo. Y ahora...
–y se volteó hacia papá–, ahora la cuestión es ¿qué vamos a
hacer?
—¿Existe algún peligro? –pregunté, con creciente temor.
—Espero que no, querida –replicó el médico –. No veo
por qué no vayas a recuperar tu salud. Debe empezar a mejorar
desde ahora. ¿Es ese el punto donde se inicia el sentido
de estrangulación?
—Sí –le dije.
—Entonces, recuerda lo mejor que puedas. ¿Fue ese punto
el centro, de alguna manera, del estremecimiento que me
acabas de describir, como las aguas frías de un arroyo cuya
corriente venía contra ti?
—Podría ser. Sí, creo que sí.
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