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CARMILLA
Primero, yo no podría decir que me había asediado con
una galantería masculina tal como los hombres suelen hacer
con deleite. Entre uno de estos momentos apasionados y el
siguiente había largos intervalos cuando todo era normal, de
una cotidiana felicidad, aunque ella manifestaba también su
ensimismamiento y tristeza. Pero, con excepción de los momentos
cuando yo notaba que sus ojos me seguían con un
cierto fuego melancólico, yo no podría haber representado
nada para ella. Aparte de aquellos arranques de misteriosa
excitación, ella se portaba como cualquier niña. Y en ella
había siempre una languidez totalmente incompatible con
el sistema masculino cuando un hombre tiene buena salud.
Bajo ciertos aspectos, sus hábitos eran raros. Tal vez no
hubieran parecido tan singulares en opinión de una mujer citadina,
pero sí lo eran para nosotros, como la gente rústica que
éramos. Ella no se dejaba ver hasta muy tarde, generalmente
no aparecía antes de la una de la tarde. Acaso tomaba una taza
de chocolate, pero no comía nada. Luego solíamos salir a pasear,
no por mucho rato, pues casi inmediatamente se sentía
agotada. De modo que regresábamos al castillo, o nos sentábamos
en una banca de las que se encontraban en diferentes
rincones del bosque, debajo de los árboles. Su cuerpo sufría de
una languidez que no era acorde con su estado mental. Siempre
conversaba animadamente, y era muy inteligente.
A veces aludía a su casa de modo pasajero, o hablaba de
alguna aventura o situación que había vivido, o un recuerdo
temprano, que indicaba que se movía entre personas de costumbres
extrañas, de costumbres totalmente ignoradas por
nosotros. De estas breves referencias ocasionales deduje que
su país natal era más remoto de lo que, al inicio, había imaginado.
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