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CARMILLA
Llevaba un violín, también, y una caja con utilerías para
hacer trucos de prestidigitación. Unas cuantas máscaras estaban
amarradas a su correa, y otras cuantas cajas misteriosas,
y en su mano llevaba un bordón negro con manija de cobre.
Un perro escuálido venía detrás del hombre, pero, al llegar al
puente levadizo, se detuvo súbitamente como si sospechara
algo y luego empezó a aullar de una manera atroz.
Mientras tanto, el vagabundo, de pie en la mitad del patio,
nos saludó alzando su grotesco sombrero, inclinándose en
una venia ceremoniosa y vociferando cumplidos en un francés
execrable y un alemán igual de espantoso. Luego, tomando
el violín en las manos, se puso a rasgar una melodía alegre
que acompañaba con un canto, simpático aunque disonante,
y una danza bastante loca que me hizo soltar una carcajada
que contrastaba con el triste aullido del perro.
Al terminar este espectáculo, el hombre se acercó a la
ventana con sonrisas y salutaciones, su sombrero en la mano
izquierda y su violín bajo el brazo, y sin pausa y con gran
fluidez desenrolló, con la mano derecha, un largo pergamino
donde se anunciaban todos sus atributos y las múltiples artes
y recursos que ponía a nuestra disposición, sin hablar de las
curiosidades y los entretenimientos que se proclamaba capaz
de presentar apenas se lo pidiéramos.
—Tal vez quisieran las bellas damas adquirir un talismán
como protección contra el diablo que me rodea como un
lobo por estas tierras, según me han contado –dijo, dejando
su sombrero caer sobre el adoquinado–. La gente se está
muriendo de esa maldad a diestra y siniestra, y aquí tienen
sus mercedes un amuleto que nunca falla. Simplemente se
prende a la almohada, y uno puede reírse en las narices del
bicho.
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