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CARMILLA
Su agitación y su lenguaje eran incomprensibles para mí.
De estos abrazos –que, debo decir, no ocurrían con demasiada
frecuencia– yo siempre quise liberarme. Pero se me
iba la energía. Las palabras que murmuraba sonaban en mi
oído como una canción de cuna y convertían mi esfuerzo de
resistencia en una especie de trance, del que sólo podía recuperarme
después de que ella hubiera dejado de abrazarme.
Durante esos misteriosos episodios, yo no la quería. Experimentaba
una extraña, tumultuosa excitación que muchas
veces era placentera, aunque mezclada con una sensación
también de temor y de repulsión. Mientras duraban estas escenas,
no tenía una idea clara acerca de ella, pero tenía conciencia
de un amor que se convertía poco a poco en adoración,
aunque al mismo tiempo en aborrecimiento. Sé que
esto suena a paradoja, pero no encuentro otra forma de intentar
una explicación de lo que yo estaba sintiendo.
Estoy escribiendo esto ahora, después de un intervalo de
más de diez años, con la mano temblorosa, y con un recuerdo
horrible y confuso de ciertas ocurrencias y situaciones
que sucedían durante la ordalía que inconscientemente yo
estaba atravesando. Sin embargo, retengo un agudo recuerdo
de la trama central de mi historia. Supongo que en las vidas
de todo el mundo ocurren episodios emocionales en los
que nuestras pasiones son desatadas tan salvajemente, tan
terriblemente, y que, no obstante, son los momentos, entre
todos, que más vagamente recordamos.
En ciertas ocasiones, después de una hora de apatía, mi
extraña y bella compañera me tomaba la mano, reteniéndola
en la suya con un apretón amoroso, que repetía una y otra
vez, mientras se ruborizaba levemente y me miraba con sus
lánguidos y encendidos ojos, emitiendo gemidos con tan-
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