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CARMILLA
Yo las visitaba a ellas también, pero con poca frecuencia.
De manera que nuestras relaciones sociales eran escasas,
aunque no faltaba la visita ocasional de uno de nuestros vecinos,
si se puede llamar «vecino» a una persona que vive a
cinco o seis leguas de distancia de la casa de uno. En resumidas
cuentas, puede usted estar seguro de que llevaba yo una
vida bastante solitaria.
Mi nana y mi institutriz ejercían sobre mí apenas el mínimo
control que usted pueda imaginar, tratándose de una
niña mimada como yo, criada sin madre y con un papá que la
consentía y le daba gusto prácticamente en todo.
Uno de los primeros incidentes de mi vida que puedo recordar
fue algo que marcó mi mente con un sello terrorífico
e indeleble, y que nunca he podido borrar de mi memoria.
Algunos dirán que fue una cosa tan trivial que no merece ser
registrada aquí.
Pero pronto verá usted por qué la incluyo en mi relato.
El cuarto de los niños –pues así se llamaba, aunque yo lo
tenía para mí sola– era una amplia habitación con un empinado
techo de roble. Se hallaba en el último piso del castillo.
Creo que yo no debía haber tenido más de seis años
cuando una noche me desperté y al mirar para todos lados
no vi a la niñera. En realidad ella no estaba, y yo supuse
que me encontraba sola. Pero no sentí miedo, porque yo
era una de esas niñas afortunadas cuyos padres o guardianes
se esfuerzan por mantener en la ignorancia de historias
de fantasmas y cuentos de hadas, y todos esos relatos
folclóricos de misterio y terror que hacen que uno esconda
la cabeza cuando una puerta cruje súbitamente en el
silencio, o cuando el titileo de una vela que se apaga hace
bailar la sombra de un mueble a pocos metros de uno.
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