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CARMILLA LIBRO FINAL HERNÁNDEZ MORENO

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CARMILLA

Yo las visitaba a ellas también, pero con poca frecuencia.

De manera que nuestras relaciones sociales eran escasas,

aunque no faltaba la visita ocasional de uno de nuestros vecinos,

si se puede llamar «vecino» a una persona que vive a

cinco o seis leguas de distancia de la casa de uno. En resumidas

cuentas, puede usted estar seguro de que llevaba yo una

vida bastante solitaria.

Mi nana y mi institutriz ejercían sobre mí apenas el mínimo

control que usted pueda imaginar, tratándose de una

niña mimada como yo, criada sin madre y con un papá que la

consentía y le daba gusto prácticamente en todo.

Uno de los primeros incidentes de mi vida que puedo recordar

fue algo que marcó mi mente con un sello terrorífico

e indeleble, y que nunca he podido borrar de mi memoria.

Algunos dirán que fue una cosa tan trivial que no merece ser

registrada aquí.

Pero pronto verá usted por qué la incluyo en mi relato.

El cuarto de los niños –pues así se llamaba, aunque yo lo

tenía para mí sola– era una amplia habitación con un empinado

techo de roble. Se hallaba en el último piso del castillo.

Creo que yo no debía haber tenido más de seis años

cuando una noche me desperté y al mirar para todos lados

no vi a la niñera. En realidad ella no estaba, y yo supuse

que me encontraba sola. Pero no sentí miedo, porque yo

era una de esas niñas afortunadas cuyos padres o guardianes

se esfuerzan por mantener en la ignorancia de historias

de fantasmas y cuentos de hadas, y todos esos relatos

folclóricos de misterio y terror que hacen que uno esconda

la cabeza cuando una puerta cruje súbitamente en el

silencio, o cuando el titileo de una vela que se apaga hace

bailar la sombra de un mueble a pocos metros de uno.

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