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CARMILLA
—Ella es la pobre niña que, hace quince días, creí que había
visto convertida en fantasma. Desde entonces ha estado
moribunda, hasta ayer, cuando murió.
—No me hables de fantasmas. Si sigues, no voy a poder
dormir esta noche.
—Espero que no esté llegando una plaga o una fiebre,
como sugieren estos indicios –dije–. La joven esposa del porquero
murió hace apenas una semana, y ella creía que alguien,
o algo, había tratado de estrangularla mientras yacía en la cama.
Papá dice que semejantes fantasías horribles suelen acompañar
ciertos tipos de fiebre. El día anterior, ella estaba de buena
salud. Pero después sucumbió y murió en menos de ocho días.
—Bueno, el funeral de ella ya pasó, espero–dijo–. Ya habrán
cantando sus endechas y no nos van a seguir torturando
los oídos con esta cacofonía y jeringonza. Me ha puesto nerviosa.
Siéntate aquí a mi lado. Más cerca. Y toma mi mano
fuerte. Más fuerte. Mucho más.
Nos habíamos retirado un poco y llegamos a otra banca.
Ella se sentó. Su rostro sufrió un cambio que me alarmó. Es
más, por un momento me atemorizó.
Su cara se oscureció, se tornó lívida, horriblemente lívida.
Apretó los dientes y las manos, frunció el ceño, tensó los
labios y miró fijamente el césped, temblando con unas convulsiones
incontrolables.
Parecía tener todos sus esfuerzos concentrados en suprimir
una epilepsia, contra la que luchaba hasta quedar sin
aliento. Finalmente emitió un gemido convulsivo, signo de
un intenso dolor, y luego, gradualmente, la histeria se calmó.
—¡Ahí tienes! –dijo por fin–. Eso es lo que pasa cuando
tratan de estrangular a la gente a base de himnos. Abrázame.
Tranquilízame. Ya está pasando.
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