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CARMILLA
No me siento capaz de levantarme para echar llave a la
puerta.
Estaba recostada, su cabeza en la almohada, y por debajo
de su mejilla había enterrado sus pequeñas manos entre sus
densos y ondulantes cabellos. Sus brillantes ojos siguieron
todos mis movimientos, y sonreía con una timidez que no
fui capaz de descifrar.
Le di las buenas noches y salí de la alcoba, experimentando
una sensación incómoda.
Me preguntaba con frecuencia si nuestra linda invitada
alguna vez rezaba las oraciones nocturnas.
Nunca la había visto de rodillas. Por las mañanas nunca
salía de su alcoba antes de que hubiéramos terminado
de rezar nuestras plegarias matutinas. Y por la noche ella
nunca abandonaba el salón para acompañarnos durante
nuestras oraciones vespertinas en el vestíbulo. De no haber
sido porque el tema salió en una de nuestras charlas
desprevenidas, habría dudado que fuera católica. Sobre la
cuestión religiosa no le había escuchado pronunciar una
sola palabra. Seguramente si yo hubiera tenido más conocimiento
del mundo, este descuido o antipatía no me habría
sorprendido tanto.
Las precauciones de la gente nerviosa son contagiosas, y
con el tiempo personas de un temperamento similar tienden
a imitarse las unas a las otras.
Yo había adoptado la costumbre de Carmilla de echar
llave a la puerta de mi alcoba, habiendo asimilado mentalmente
todas sus fantasías y miedos acerca de los visitantes
nocturnos y los asesinos al acecho.
Había adoptado igualmente su precaución de revisar brevemente
por todos los rincones del cuarto de ella para ase-
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