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CAPÍTULO 4
ta rapidez que su vestido subía y bajaba al ritmo de su tumultuosa
respiración. Fue como el ardor de un amante. Me
avergonzaba. Era odioso, y sin embargo se apoderaba de mí.
Con una expresión de regodeo, me atraía hacia ella y sentí
sus cálidos labios corriendo por mis mejillas mientras ella
susurraba, casi en sollozos:
—Tú eres mía, serás mía, tú y yo somos una para siempre.
Luego se echaba para atrás en su silla, cubriéndose los
ojos con sus pequeñas manos, mientras me dejaba temblando.
—¿Será que somos parientes? –le preguntaba–.
¿Qué quieres decir con todo esto? A lo mejor te recuerdo
a una persona que has amado. Pero no puede ser. No me
gusta. No te conozco. No me conozco a mí misma cuando
me miras así y hablas de esa manera.
Ella suspiraba ante mi vehemencia, y en seguida volteaba
la cabeza y dejaba caer mi mano.
Con respecto a estas extraordinarias manifestaciones, intenté
en vano llegar a formular alguna teoría satisfactoria.
No se explicaban como afectación, ni como trucos. Se trataba,
sin lugar a dudas, del momentáneo estallido de un instinto
y de unas emociones suprimidas. ¿Será que ella sufría
de breves períodos de locura, no obstante la afirmación de
su madre en sentido contrario? ¿O, detrás de todo, existía un
disfraz y un romance? En viejos libros de cuentos había leído
sobre cosas de ese estilo. Qué tal si fuera un adolescente
enamorado que se había metido en nuestra casa, disfrazado,
para perseguir al objeto de su deseo con la ayuda de una
vieja aventurera. Pero, a pesar de que esta teoría alimentaba
mi vanidad, contra ella como hipótesis existían muchas objeciones.
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