You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
CAPÍTULO 4
Una tarde estábamos sentadas debajo de un árbol cuando
frente a nosotras pasó un cortejo fúnebre. Eran los funerales
de una niña muy bonita que yo había visto con frecuencia,
hija de uno de los guardabosques. El pobre hombre caminaba
detrás del féretro. Había perdido su única hija y era
evidente que tenía el corazón roto. Unos campesinos venían
detrás, a dos en fondo, entonando un canto fúnebre.
Me levanté en gesto de respeto, y acompañé a los dolientes
con un verso del himno que cantaban muy dulcemente.
De súbito mi compañera me haló, obligándome a voltear
hacia ella, sorprendida.
—¿No te das cuenta de lo desafinados que están? –dijo
con brusquedad.
—Al contrario –le dije–. Me parece que cantan muy bonito.
Me sentí perpleja y muy incómoda, por temor a que la
gente que andaba en la pequeña procesión fuera a oír y a
resentirse por lo que ella había dicho. Seguí cantando, entonces.
Pero nuevamente ella me interrumpió.
—Me están taladrando el oído –protestó Carmilla, muy
enfadada, mientras se tapaba los oídos con sus pequeños dedos–.
Además, ¿no te das cuenta de que tu religión y la mía
no son iguales? Tus formas me hieren. Yo odio los funerales.
¿Por qué tanto escándalo? Uno tiene que morir. Todo el
mundo tiene que morir. Y todos están más felices cuando
están muertos. Vamos a casa.
—Mi padre ha ido adelante con los clérigos al cementerio.
Yo creí que tú sabías que la iban a enterrar hoy.
—¿Ella? A mí no me preocupa el campesinado.
No tengo idea quién es –respondió Carmilla, con un centelleo
en sus ojos penetrantes.
55