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CAPÍTULO 6
gurarla de que no había un asesino o un ladrón escondido en
algún lado.
Habiendo tomado estas medidas en mi propio caso, me
acosté y prontamente estaba dormida. Una lámpara quedaba
encendida en mi alcoba, una vieja costumbre de mi infancia
a la que no renunciaría por nada del mundo. Tranquilizada
de este modo, podía dormir en paz. Pero los sueños no respetan
los muros de piedra ni los cuartos oscuros. Tampoco
respetan los cuartos bien iluminados. Entran y salen cuando
se les da la gana, y se burlan de los cerrajeros.
Aquella noche yo tuve un sueño que fue el inicio de una
agonía muy extraña. No puedo decir que era una pesadilla,
pues estaba perfectamente consciente de estar en mi alcoba,
acostada en mi cama y dormida, como en efecto lo estaba.
Vi –o creí ver– el cuarto y sus muebles exactamente como
los acababa de ver antes de dormir. Pero ahora la pieza estaba
muy oscura, y vi que algo se movía alrededor de la cama.
Primero no lo distinguía bien. Pero pronto vi que era un animal
de color negro hollín, y que se parecía a un gato monstruoso.
Tenía un metro, o metro y medio de largo. De eso mi
di cuenta, pues medía lo largo del tapete al pie de mi cama
cuando pasó por encima de él. Y continuó yendo de un lado
a otro con la siniestra inquietud de un animal en una jaula.
No pude gritar, aunque estaba atemorizada, como puede usted
imaginar. La creatura se movía cada vez más rápido, y el
cuarto se ensombrecía tanto que al fin quedó oscurísimo y
no podía ver otra cosa que los ojos del animal. Lo sentí subir
a mi cama, suavemente, de un brinco. Los dos grandes ojos
se acercaron a mi cara, y pronto sentí un intenso dolor, como
si dos largas agujas, separadas por una pulgada o dos, penetraran
hondamente en mi pecho.
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