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CARMILLA
Su rostro nunca recuperó su forma normal.
—Esta noche –dijo– la luna está plena de influencias
idílicas y magnéticas. Miren, si se voltean y contemplan la
fachada del castillo que está a sus espaldas, verán cómo todas
sus ventanas despiden destellos de luz de un esplendor
argénteo, como si unas manos invisibles hubieran prendido
las luces en las habitaciones para recibir a unos huéspedes
hechizados.
Era un típico momento cuando uno sufre de una
suerte de indolencia y, aunque no tiene ganas de hablar,
disfruta de la charla de otros cuando llega a sus oídos.
Así me deleitaba el tintineo de la conversación de las dos
mujeres.
—Esta noche he sucumbido a uno de mis ratos de
melancolía –me dijo papá, después de un silencio, y antes
de pronunciar una cita de Shakespeare cuya obra solía
leerme en voz alta para que mantuviéramos vivo el
inglés–. «En verdad no sé por qué estoy tan triste. Me
fatiga. Me dices que te fatiga también a ti. Pero cómo
llegué a este...» Ya no me acuerdo del resto –continuó–,
pero siento como si un inmenso e inminente infortunio
pendiera sobre nosotros. Debe ser que la angustiada carta
del pobre general tiene que ver con ello.
En ese preciso momento nuestra conversación fue
interrumpida por el sonido inusual de las ruedas de un
coche y el batir de cascos en la carretera. El ruido parecía
proceder de la tierra alta que daba al viejo puente. Y
efectivamente, en ese momento toda una comitiva emergió
de ese punto: primero dos jinetes cruzaron el puente,
seguidos de un coche tirado por cuatro caballos, con dos
hombres montados detrás.
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