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CARMILLA
bolsillo un rollo de papel y lo extendió sobre la superficie
de la tumba más cercana. En seguida con un lápiz trazaba
líneas que indicaban varios puntos diferentes sobre el
papel. Y de la manera como lo miraban y luego alzaban
la vista para observar distintas áreas a su alrededor, concluí
que el papel era un croquis de la capilla. El caballero
acompañó su conferencia, por así llamarla, con lecturas
de un libro viejo cuyas páginas eran cubiertas de letra muy
menuda.
Luego, inmersos en conversación, caminaron los tres por
la nave lateral de la capilla. Yo, mirándolos desde donde estaba
parada en la nave opuesta, vi cómo empezaron a medir
distancias con sus pasos. Finalmente se detuvieron frente a
una sección del muro y comenzaron a examinarlo con suma
atención, arrancando las hojas de hiedra que lo cubrían y
golpeándolo con palos para quitar pedazos de estuco. Al
cabo de unos minutos, descubrieron una ancha laja de mármol
grabada con letras en relieve.
Con la ayuda del leñador, que volvió a aparecer, destaparon
una inscripción y un escudo tallado en la superficie. Resultaron
ser indicios inequívocos de un monumento perdido
durante muchos años: el de
Mircalla, la condesa de Karnstein.
El viejo general –quien era poco aficionado a las plegarias,
creo yo– levantó los ojos hacia el cielo en un acto de
mudo agradecimiento.
—Mañana –le oí decir–, vendrá un hombre nombrado
oficialmente para llevar a cabo una exhumación de acuerdo
con la ley.
Dicho lo cual, se dirigió al anciano de gafas doradas y
tomó sus manos en las suyas.
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