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CAPÍTULO 2
Sobre el césped y todo el terreno llano avanzaba lentamente
una delgada capa de niebla que parecía humo, y a lo
lejos se divisaba una que otra curva del río en la que la luna
producía, por momentos, unos breves destellos de luz. Imposible
imaginar una escena más dulce o más apacible. Aunque
la noticia que acababa de recibir transmitía a todo un
tono melancólico, nada podía malograr ese ambiente de profunda
serenidad, ni la gloria encantada y la hermosa nebulosidad
de aquel panorama. Mi padre, a quien le placía todo lo
pintoresco, quedó de pie a mi lado contemplando en silencio
el paisaje a nuestros pies.
Las dos buenas mujeres conservaban una discreta distancia
de nosotros. Discurrían acerca de la escena y alababan
con elocuencia la belleza de la luna.
Madame Perrodon era una matrona regordeta y romántica
que hablaba y suspiraba poéticamente.
Mademoiselle De Lafontaine, que ostentaba ciertos conocimientos
heredados de su padre –un alemán quien había
sido, según decían, un gran sicólogo y metafísico, tomado
incluso por místico–, afirmó que cuando la luna brillaba con
una luz tan intensa, como aquella noche, se producía una
actividad espiritual excepcional. El efecto de la luna en ese
estado de brillantez era múltiple. Ejercía su influencia sobre
los sueños, y sobre los locos también, y sobre personas
nerviosas. Poseía una maravillosa potencia física relacionada
con la vida. Mademoiselle contó cómo su primo, marinero
en un barco de la marina mercante, al quedarse dormido
sobre el planchón del barco en una noche similar, acostado
boca arriba con su rostro iluminado totalmente por la luna,
después de soñar con una anciana que le arañaba la cara, despertó
con sus facciones horriblemente distorsionadas.
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