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CARMILLA
cada vez más prolongados y con más amor hasta alcanzaban
mi garganta, y allí la acaricia se instaló de modo fijo e inmóvil.
Mi corazón latía más rápido, respiraba e inhalaba con
mayor velocidad, y emitía unos sollozos que terminaban en
la sensación de estrangulamiento y una tremenda convulsión
que me privó de mis sentidos y me dejó sin conocimiento.
Habían pasado tres semanas desde el inicio de este inexplicable
estado. En los últimos días, mi sufrimiento dejó huella
en mi rostro. Estaba pálida, mis ojos se habían dilatado y
tenía notorias ojeras. Además, la languidez que venía experimentando
durante bastante tiempo se notaba en mi expresión
facial. Mi padre me preguntó si me sentía mal. Pero, con
una obstinación que ahora me parece inexplicable, seguía insistiendo
en asegurarle que me sentía perfectamente normal.
En cierto sentido era la verdad. No sentía ningún dolor.
No podía quejarme de ningún malestar físico. Mi mal parecía
ser una cosa de la fantasía, o de los nervios. Y por más horribles
que fueran mis sufrimientos, los guardé prácticamente
para mí misma, con una reserva morbosa.
No podría ser ese terrible mal que los campesinos llamaban
el diablo, porque yo ya llevaba tres semanas de sufrimientos,
y ellos no se enfermaban durante más de unos
cuantos días antes de que la muerte pusiera fin a su miseria.
Carmilla se quejaba de sueños y de fiebres, pero nada tan
alarmante como lo que me estaba pasando a mí. Digo que lo
mío era alarmante en extremo. De haber sido capaz de comprender
mi condición, me habría puesto de rodillas para exhortar
que me socorrieran. Pero en mí obraba una sustancia narcótica
de una influencia insospechada que anulaba mi percepción.
Ahora le voy a hablar de un sueño que condujo inmediatamente
a un curioso descubrimiento.
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