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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

Tres meses <strong>de</strong>spués, Aureliano Segundo y Fernanda llevaron a Meme al colegio, y regresaron<br />

con un clavicordio que ocupó el lugar <strong>de</strong> la pianola. Fue por esa época que Amaranta empezó a<br />

tejer su propia mortaja. La fiebre <strong>de</strong>l banano se había apaciguado. Los antiguos habitantes <strong>de</strong><br />

Macondo se encontraban arrinconados por los advenedizos, trabajosamente asidos a sus<br />

precarios recursos <strong>de</strong> antaño, pero reconfortados en todo caso por la impresión <strong>de</strong> haber<br />

sobrevivido a un naufragio. En la casa siguieron recibiendo invitados a almorzar, y en realidad no<br />

se restableció la antigua rutina mientras no se fue, <strong>años</strong> <strong>de</strong>spués, la compañía bananera. Sin<br />

embargo, hubo cambios radicales en el tradicional sentido <strong>de</strong> hospitalidad, porque entonces era<br />

Fernanda quien imponía sus leyes. Con Úrsula relegada a las tinieblas, y con Amaranta abstraída<br />

en la labor <strong>de</strong>l sudario, la antigua aprendiza <strong>de</strong> reina tuvo libertad para seleccionar a los<br />

comensales e imponerles las rígidas normas que le inculcaran sus padres. Su severidad hizo <strong>de</strong> la<br />

casa un reducto <strong>de</strong> costumbres revenidas, en un pueblo convulsionado por la vulgaridad con que<br />

los forasteros <strong>de</strong>spilfarraban sus fáciles fortunas. Para ella, sin más vueltas, la gente <strong>de</strong> bien era<br />

la que no tenía nada que ver con la compañía bananera. Hasta José Arcadio Segundo, su cuñado,<br />

fue víctima <strong>de</strong> su celo discriminatorio, porque en el embullamiento <strong>de</strong> la primera hora volvió a<br />

rematar sus estupendos gallos <strong>de</strong> pelea y se empleó <strong>de</strong> capataz en la compañía bananera.<br />

-Que no vuelva a pisar este hogar -dijo Fernanda-, mientras tenga la sarna <strong>de</strong> los forasteros.<br />

Fue tal la estrechez impuesta en la casa, que Aureliano Segundo se sintió <strong>de</strong>finitivamente más<br />

cómodo don<strong>de</strong> Petra Cotes. Primero, con el pretexto <strong>de</strong> aliviarle la carga a la esposa, trasladó las<br />

parrandas. Luego, con el pretexto <strong>de</strong> que los animales estaban perdiendo fecundidad, trasladó los<br />

establos y caballerizas. Por último, con el pretexto <strong>de</strong> que en casa <strong>de</strong> la concubina hacía menos<br />

calor, trasladó la pequeña oficina don<strong>de</strong> atendía sus negocios. Cuando Fernanda se dio cuenta <strong>de</strong><br />

que era una viuda a quien todavía no se le había muerto el marido, ya era <strong>de</strong>masiado tar<strong>de</strong> para<br />

que las cosas volvieran a su estado anterior. Aureliano Segundo apenas si comía en la casa, y las<br />

únicas apariencias que seguía guardando, como las <strong>de</strong> dormir con la esposa, no bastaban para<br />

convencer a nadie. Una noche, por <strong>de</strong>scuido, lo sorprendió la mañana en la cama <strong>de</strong> Petra Cotes.<br />

Fernanda, al contrario <strong>de</strong> lo que él esperaba. no le hizo el menor reproche ni soltó el más leve<br />

suspiro <strong>de</strong> resentimiento, pero ese mismo día le mandó a casa <strong>de</strong> la concubina sus dos baúles <strong>de</strong><br />

ropa. Los mandó a pleno sol y con instrucciones <strong>de</strong> llevarlos por la mitad <strong>de</strong> la calle, para que<br />

todo el mundo los viera, creyendo que el marido <strong>de</strong>scarriado no podría soportar la vergüenza y<br />

volvería al redil con la cabeza humillada. Pero aquel gesto heroico fue apenas una prueba más <strong>de</strong><br />

lo mal que conocía Fernanda no sólo el carácter <strong>de</strong> su marido, sino la índole <strong>de</strong> una comunidad<br />

que nada tenía que ver con la <strong>de</strong> sus padres, porque todo el que vio pasar los baúles se dijo que<br />

al fin y al cabo esa era la culminación natural <strong>de</strong> una historia cuyas intimida<strong>de</strong>s no ignoraba<br />

nadie, y Aureliano Segundo celebró la libertad regalada con una parranda <strong>de</strong> tres días. Para<br />

mayor <strong>de</strong>sventaja <strong>de</strong> la esposa, mientras ella empezaba a hacer una mala madurez con sus<br />

sombrías vestiduras talares, sus medallones anacrónicos y su orgullo fuera <strong>de</strong> lugar, la concubina<br />

parecía reventar en una segunda juventud, embutida en vistosos trajes <strong>de</strong> seda natural y con los<br />

ojos atigrados por la can<strong>de</strong>la <strong>de</strong> la reivindicación. Aureliano Segundo volvió a entregarse a ella<br />

con la fogosidad <strong>de</strong> la adolescencia, como antes, cuando Petra Cotes no lo quería por ser él sino<br />

porque lo confundía con su hermano gemelo, y acostándose con ambos al mismo tiempo pensaba<br />

que Dios le había <strong>de</strong>parado la fortuna <strong>de</strong> tener un hombre que hacía el amor como si fueran dos.<br />

Era tan apremiante la pasión restaurada, que en más <strong>de</strong> una ocasión se miraron a los ojos<br />

cuando se disponían a comer, y sin <strong>de</strong>cirse nada taparon los platos y se fueron a morirse <strong>de</strong><br />

hambre y <strong>de</strong> amor en el dormitorio. Inspirado en las cosas que había visto en sus furtivas visitas<br />

a las matronas francesas, Aureliano Segundo le compró a Petra Cotes una cama con baldaquín<br />

arzobispal, y puso cortinas <strong>de</strong> terciopelo en las ventanas y cubrió el cielorraso y las pare<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l<br />

dormitorio con gran<strong>de</strong>s espejos <strong>de</strong> cristal <strong>de</strong> roca. Se le vio entonces más parran<strong>de</strong>ro y botarate<br />

que nunca. En el tren, que llegaba todos los días a las once, recibía cajas y más cajas <strong>de</strong><br />

champaña y <strong>de</strong> brandy. Al regreso <strong>de</strong> la estación arrastraba a la cumbiamba improvisada a<br />

cuanto ser humano encontraba a su paso, nativo o forastero, conocido o por conocer, sin<br />

distinciones <strong>de</strong> ninguna clase. Hasta el escurridizo señor Brown, que sólo alternaba en lengua<br />

extraña, se <strong>de</strong>jó seducir por las tentadoras señas que le hacía Aureliano Segundo, y varias veces<br />

se emborrachó a muerte en casa <strong>de</strong> Petra Cotes y hasta hizo que los feroces perros alemanes que<br />

lo acompañaban a todas partes bailaran canciones texanas que él mismo masticaba <strong>de</strong> cualquier<br />

modo al compás <strong>de</strong>l acor<strong>de</strong>ón.<br />

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