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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres <strong>de</strong><br />

los más variados aspectos, <strong>de</strong> todos los tipos y colores, pero todos con un aire solitario que<br />

habría bastado para i<strong>de</strong>ntificarlos en cualquier lugar <strong>de</strong> la tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse <strong>de</strong><br />

acuerdo, sin conocerse entre sí, habían llegado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los más apartados rincones <strong>de</strong>l litoral<br />

cautivados por el ruido <strong>de</strong>l jubileo. Todos llevaban con orgullo el nombre <strong>de</strong> Aureliano, y el<br />

apellido <strong>de</strong> su madre. Durante los tres días que permanecieron en la casa, para satisfacción <strong>de</strong><br />

Úrsula y escándalo <strong>de</strong> Fernanda, ocasionaron trastornos <strong>de</strong> guerra. Amaranta buscó entre<br />

antiguos papeles la libreta <strong>de</strong> cuentas don<strong>de</strong> Úrsula había apuntado los nombres y las fechas <strong>de</strong><br />

nacimiento y bautismo <strong>de</strong> todos, y agregó frente al espacio correspondiente a cada uno el<br />

domicilio actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación <strong>de</strong> veinte <strong>años</strong> <strong>de</strong> guerra.<br />

Habrían podido reconstruirse con ella los itinerarios nocturnos <strong>de</strong>l coronel, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la madrugada<br />

en que salió <strong>de</strong> Macondo al frente <strong>de</strong> veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que<br />

regresó por última vez envuelto en la manta acartonada <strong>de</strong> sangre. Aureliano Segundo no <strong>de</strong>sperdició<br />

la ocasión <strong>de</strong> festejar a los primos con una estruendosa parranda <strong>de</strong> champaña y<br />

acor<strong>de</strong>ón, que se interpretó como un atrasado ajuste <strong>de</strong> cuentas con el carnaval malogrado por el<br />

jubileo. Hicieron añicos media vajilla, <strong>de</strong>strozaron los rosales persiguiendo un toro para<br />

mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes <strong>de</strong> Pietro<br />

Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones <strong>de</strong> hombre para subirse<br />

a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado <strong>de</strong> sebo que revolcó a Fernanda,<br />

pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto <strong>de</strong> buena<br />

salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con <strong>de</strong>sconfianza y hasta puso en<br />

duda la filiación <strong>de</strong> algunos, se divirtió con sus locuras, y antes <strong>de</strong> que se fueran le regaló a cada<br />

uno un pescadito <strong>de</strong> oro. Hasta el esquivo José Arcadio Segundo les ofreció una tar<strong>de</strong> <strong>de</strong> gallos,<br />

que estuvo a punto <strong>de</strong> terminar en tragedia, porque varios <strong>de</strong> los Aurelianos eran tan duchos en<br />

componendas <strong>de</strong> galleras que <strong>de</strong>scubrieron al primer golpe <strong>de</strong> vista las triquiñuelas <strong>de</strong>l padre<br />

Antonio Isabel Aureliano Segundo, que vio las ilimitadas perspectivas <strong>de</strong> parranda que ofrecía<br />

aquella <strong>de</strong>saforada parentela, <strong>de</strong>cidió que todos se quedaran a trabajar con él. El único que<br />

acepto fue Aureliano Triste, un mulato gran<strong>de</strong> con los ímpetus y el espíritu explorador <strong>de</strong>l abuelo,<br />

que ya había probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte<br />

Los otros, aunque todavía estaban solteros, consi<strong>de</strong>raban resuelto su <strong>de</strong>stino. Todos eran<br />

artesanos hábiles, hombres <strong>de</strong> su casa gente <strong>de</strong> paz. El miércoles <strong>de</strong> ceniza, antes <strong>de</strong> que<br />

volvieran a dispersarse en el litoral, Amaranta consiguió que se pusieran ropas dominicales y la<br />

acompañaran a la iglesia Mas divertidos que piadosos, se <strong>de</strong>jaron conducir hasta el comulgatorio<br />

don<strong>de</strong> el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz <strong>de</strong> ceniza De regreso a casa, cuando el<br />

menor quiso limpiarse la frente <strong>de</strong>scubrió que la mancha era in<strong>de</strong>leble, y que lo eran también las<br />

<strong>de</strong> sus hermanos. Probaron con agua y jabón con tierra y estropajo, y por último con piedra<br />

pómez y lejía y no con siguieron borrarse la cruz. En cambio, Amaranta y los <strong>de</strong>más que fueron a<br />

misa se la quitaron sin dificultad. «Así van mejor -los <strong>de</strong>spidió Úrsula-. De ahora en a<strong>de</strong>lante<br />

nadie podrá confundirlos.» Se fueron en tropel, precedidos por la banda <strong>de</strong> músicos y reventando<br />

cohetes, y <strong>de</strong>jaron en el pueblo la impresión <strong>de</strong> que la estirpe <strong>de</strong> los Buendía tenía semillas para<br />

muchos siglos. Aureliano Triste, con su cruz <strong>de</strong> ceniza en la frente, instaló en las afueras <strong>de</strong>l<br />

pueblo la fábrica <strong>de</strong> hielo con que soñó José Arcadio Buendía en sus <strong>de</strong>lirios <strong>de</strong> inventor.<br />

Meses <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su llegada, cuando ya era conocido y apreciado, Aureliano Triste andaba<br />

buscando una casa para llevar a su madre y a una hermana soltera (que no era hija <strong>de</strong>l coronel)<br />

y se interesó por el caserón <strong>de</strong>crépito que parecía abandonado en una esquina <strong>de</strong> la plaza.<br />

Preguntó quién era el dueño. Alguien le dijo que era una casa <strong>de</strong> nadie, don<strong>de</strong> en otro tiempo<br />

vivió una viuda solitaria que se alimentaba <strong>de</strong> tierra y cal <strong>de</strong> las pare<strong>de</strong>s, y que en sus últimos<br />

<strong>años</strong> sólo se le vio dos veces en la calle con un sombrero <strong>de</strong> minúsculas flores artificiales y unos<br />

zapatos color <strong>de</strong> plata antigua, cuando atravesó la plaza hasta la oficina <strong>de</strong> correos para<br />

mandarle cartas al obispo. Le dijeron que su única compañera fue una sirvienta <strong>de</strong>salmada que<br />

mataba perros y gatos y cuanto animal penetraba a la casa, y echaba los cadáveres en mitad <strong>de</strong><br />

la calle para fregar al pueblo con la he<strong>de</strong>ntina <strong>de</strong> la putrefacción. Había pasado tanto tiempo<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> que el sol momificó el pellejo vacío <strong>de</strong>l último animal, que todo el mundo daba por sentado<br />

que la dueña <strong>de</strong> casa y la sirvienta habían muerto mucho antes <strong>de</strong> que terminaran las guerras, y<br />

que si todavía la casa estaba en pie era porque no habían tenido en <strong>años</strong> recientes un invierno<br />

riguroso o un viento <strong>de</strong>moledor. Los goznes <strong>de</strong>smigajados por el óxido, las puertas apenas<br />

sostenidas por cúmulos <strong>de</strong> telaraña, las ventanas soldadas por la humedad y el piso roto por la<br />

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