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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

había alzado con nada. Se quemó los <strong>de</strong>dos tratando <strong>de</strong> pren<strong>de</strong>r un fogón por primera vez en la<br />

vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor <strong>de</strong> enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él<br />

quien hizo los oficios <strong>de</strong> cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el <strong>de</strong>sayuno servido, y sólo<br />

volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le <strong>de</strong>jaba tapada en<br />

rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles <strong>de</strong> lino y entre can<strong>de</strong>labros,<br />

sentada en una cabecera solitaria al extremo <strong>de</strong> quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias,<br />

Aureliano y Fernanda no compartieron la <strong>soledad</strong>, sino que siguieron viviendo cada uno en la<br />

suya, haciendo la limpieza <strong>de</strong>l cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales,<br />

tapizando las vigas, acolchonando las pare<strong>de</strong>s. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión<br />

<strong>de</strong> que la casa se estaba llenando <strong>de</strong> duen<strong>de</strong>s. Era como si los objetos, sobre todo los <strong>de</strong> uso<br />

diario, hubieran <strong>de</strong>sarrollado la facultad <strong>de</strong> cambiar <strong>de</strong> lugar por sus propios medios. A Fernanda<br />

se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura <strong>de</strong> haber puesto en la cama y, <strong>de</strong>spués<br />

<strong>de</strong> revolverlo todo, las encontraba en una repisa <strong>de</strong> la cocina, don<strong>de</strong> creía no haber estado en<br />

cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta <strong>de</strong> los cubiertos, y encontraba seis en el<br />

altar y tres en el lava<strong>de</strong>ro. Aquella camina<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> las cosas era más <strong>de</strong>sesperante cuando se<br />

sentaba a escribir. El tintero que ponía a la <strong>de</strong>recha aparecía a la izquierda, la almohadilla <strong>de</strong>l<br />

papel secante se le perdía, y la encontraba dos días <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la almohada, y las<br />

páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las <strong>de</strong> Amaranta Úrsula, y siempre andaba<br />

con la mortificación <strong>de</strong> haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió<br />

varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días <strong>de</strong>spués se la <strong>de</strong>volvió el cartero que<br />

la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño <strong>de</strong> casa en casa. Al principio, ella<br />

creyó que eran cosas <strong>de</strong> los médicos invisibles, como la <strong>de</strong>saparición <strong>de</strong> los pesarios, y hasta<br />

empezó a escribirles una carta para suplicarles que la <strong>de</strong>jaran en paz, pero había tenido que<br />

interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada,<br />

sino que se olvidó <strong>de</strong>l propósito <strong>de</strong> escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a<br />

vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando <strong>de</strong> sorpren<strong>de</strong>rlo en el momento en que los cambiara<br />

<strong>de</strong> lugar, pero muy pronto se convenció <strong>de</strong> que Aureliano no abandonaba el cuarto <strong>de</strong> Melquía<strong>de</strong>s<br />

sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre <strong>de</strong> burlas. De modo que terminó por<br />

creer que eran travesuras <strong>de</strong> duen<strong>de</strong>s, y optó por asegurar cada cosa en el sitio don<strong>de</strong> tenía que<br />

usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera <strong>de</strong> la cama. Amarró el plumero y la<br />

almohadilla <strong>de</strong>l papel secante en la pata <strong>de</strong> la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la<br />

<strong>de</strong>recha <strong>de</strong>l lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron <strong>de</strong> un día para otro, pues<br />

a las pocas horas <strong>de</strong> costura ya la pita <strong>de</strong> las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los<br />

duen<strong>de</strong>s la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita <strong>de</strong> la pluma, y hasta con su<br />

propio brazo, que al poco tiempo <strong>de</strong> estar escribiendo no alcanzaba el tintero.<br />

Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás <strong>de</strong> esos<br />

insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente<br />

porque se sentía liberada <strong>de</strong> todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez<br />

hasta el mundo <strong>de</strong> sus padres, don<strong>de</strong> no se sufría con los problemas diarios porque estaban<br />

resueltos <strong>de</strong> antemano en la imaginación. Aquella correspon<strong>de</strong>ncia interminable le hizo per<strong>de</strong>r el<br />

sentido <strong>de</strong>l tiempo, sobre todo <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que se fue Santa Bofia <strong>de</strong> la Piedad. Se había acostumbrado<br />

a llevar la cuenta <strong>de</strong> los días, los meses y los <strong>años</strong>, tomando como puntos <strong>de</strong> referencia<br />

las fechas previstas para el retorno <strong>de</strong> los hijos. Pero cuando éstos modificaron los plazos una y<br />

otra vez, las fechas se le confundieron, los términos se le traspapelaron, y las jornadas se<br />

parecieron tanto las unas a las otras, que no se sentían transcurrir. En lugar <strong>de</strong> impacientarse,<br />

experimentaba una honda complacencia con la <strong>de</strong>mora. No la inquietaba que muchos <strong>años</strong><br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> anunciarle las vísperas <strong>de</strong> sus votos perpetuos, José Arcadio siguiera diciendo que<br />

esperaba terminar los estudios <strong>de</strong> alta teología para empren<strong>de</strong>r los <strong>de</strong> diplomacia, porque ella<br />

comprendía que era muy alta y empedrada <strong>de</strong> obstáculos la escalera <strong>de</strong> caracol que conducía a la<br />

silla <strong>de</strong> San Pedro. En cambio, el espíritu se le exaltaba con noticias que para otros hubieran sido<br />

insignificantes, como aquella <strong>de</strong> que su hijo había visto al Papa. Experimentó un gozo similar<br />

cuando Amaranta Úrsula le mandó <strong>de</strong>cir que sus estudios se prolongaban más <strong>de</strong>l tiempo<br />

previsto, porque sus excelentes calificaciones le habían merecido privilegios que su padre no<br />

tomó en consi<strong>de</strong>ración al hacer las cuentas.<br />

Habían transcurrido más <strong>de</strong> tres <strong>años</strong> <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que Santa Sofía <strong>de</strong> la Piedad le llevó la gramática,<br />

cuando Aureliano consiguió traducir el primer pliego. No fue una labor inútil, pero constituía<br />

apenas un primer paso en un camino cuya longitud era imposible prever, porque el texto en<br />

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