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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la primera fruta sin mucho<br />

entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba, saboreando, masticando, más bien con distracción<br />

<strong>de</strong> sabio que con <strong>de</strong>leite <strong>de</strong> buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le<br />

llevaran otro. Entonces sacó <strong>de</strong> la caja <strong>de</strong> herramientas que siempre llevaba consigo un pequeño<br />

estuche <strong>de</strong> aparatos ópticos. Con la incrédula atención <strong>de</strong> un comprador <strong>de</strong> diamantes examinó<br />

meticulosamente un banano seccionando sus partes con un estilete especial, pesándolas en un<br />

granatorio <strong>de</strong> farmacéutico y calculando su envergadura con un calibrador <strong>de</strong> armero. Luego sacó<br />

<strong>de</strong> la caja una serie <strong>de</strong> instrumentos con los cuales midió la temperatura, el grado <strong>de</strong> humedad<br />

<strong>de</strong> la atmósfera y la intensidad <strong>de</strong> la luz. Fue una ceremonia tan intrigante, que nadie comió<br />

tranquilo esperando que míster Herbert emitiera por fin un juicio revelador, pero no dijo nada que<br />

permitiera vislumbrar sus intenciones.<br />

En los días siguientes se le vio con una malta y una canastilla cazando mariposas en los<br />

alre<strong>de</strong>dores <strong>de</strong>l pueblo. El miércoles llegó un grupo <strong>de</strong> ingenieros, agrónomos, hidrólogos,<br />

topógrafos y agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares don<strong>de</strong><br />

míster Herbert cazaba mariposas. Más tar<strong>de</strong> llegó el señor Jack Brown en un vagón suplementario<br />

que engancharon en la cola <strong>de</strong>l tren amarillo, y que era todo laminado <strong>de</strong> plata, con poltronas <strong>de</strong><br />

terciopelo episcopal y techo <strong>de</strong> vidrios azules. En el vagón especial llegaron también, revoloteando<br />

en torno al señor Brown, los solemnes abogados vestidos <strong>de</strong> negro que en otra época<br />

siguieron por todas partes al coronel Aureliano Buendía, y esto hizo pensar a la gente que los<br />

agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores, así como míster Herbert con sus globos<br />

cautivos y sus mariposas <strong>de</strong> colores, y el señor Brown con su mausoleo rodante y sus feroces<br />

perros alemanes, tenían algo que ver con la guerra. No hubo, sin embargo, mucho tiempo para<br />

pensarlo, porque los suspicaces habitantes <strong>de</strong> Macondo apenas empezaban a preguntarse qué<br />

cuernos era lo que estaba pasando, cuando ya el pueblo se había transformado en un<br />

campamento <strong>de</strong> casas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra con techos <strong>de</strong> cinc, poblado por forasteros que llegaban <strong>de</strong><br />

medio mundo en el tren, no sólo en los asientos y plataformas, sino hasta en el techo <strong>de</strong> los<br />

vagones. Los gringos, que <strong>de</strong>spués llevaron mujeres lánguidas con trajes <strong>de</strong> muselina y gran<strong>de</strong>s<br />

sombreros <strong>de</strong> gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado <strong>de</strong> la línea <strong>de</strong>l tren, con calles<br />

bor<strong>de</strong>adas <strong>de</strong> palmeras, casas con ventanas <strong>de</strong> re<strong>de</strong>s metálicas, mesitas blancas en las terrazas y<br />

ventiladores <strong>de</strong> aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y<br />

codornices. El sector estaba cercado por una malta metálica, como un gigantesco gallinero<br />

electrificado que en los frescos meses <strong>de</strong>l verano amanecía negro <strong>de</strong> golondrinas achicharradas.<br />

Nadie sabía aún qué era lo que buscaban, o si en verdad no eran más que filántropos, y ya<br />

habían ocasionado un trastorno colosal, mucho más perturbador que el <strong>de</strong> los antiguos gitanos,<br />

pero menos transitorio y comprensible. Dotados <strong>de</strong> recursos que en otra época estuvieron<br />

reservados a la Divina Provi<strong>de</strong>ncia modificaron el régimen <strong>de</strong> lluvias, apresuraron el ciclo <strong>de</strong> las<br />

cosechas, y quitaron el río <strong>de</strong> don<strong>de</strong> estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus<br />

corrientes hela das en el otro extremo <strong>de</strong> la población, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong>l cementerio. Fue en esa ocasión<br />

cuando construyeron una fortaleza <strong>de</strong> hormigón sobre la <strong>de</strong>scolorida tumba <strong>de</strong> José Arcadio, para<br />

que el olor a pólvora <strong>de</strong>l cadáver no contaminara las aguas. Para los forasteros que llegaban sin<br />

amor, convirtieron la calle <strong>de</strong> las cariñosas matronas <strong>de</strong> Francia en un pueblo más extenso que el<br />

otro, y un miércoles <strong>de</strong> gloria llevaron un tren cargado <strong>de</strong> putas inverosímiles, hembras<br />

babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales, y provistas <strong>de</strong> toda clase <strong>de</strong> ungüentos y<br />

dispositivos para estimular a los inermes <strong>de</strong>spabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a<br />

los mo<strong>de</strong>stos escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios La Calle <strong>de</strong> los Turcos,<br />

enriquecida con luminosos almacenes <strong>de</strong> ultra marinos que <strong>de</strong>splazaron los viejos bazares <strong>de</strong><br />

colorines bordoneaba la noche <strong>de</strong>l sábado con las muchedumbres <strong>de</strong> aventureros que se<br />

atropellaban entre las mesas <strong>de</strong> suerte y azar los mostradores <strong>de</strong> tiro al blanco, el callejón don<strong>de</strong><br />

se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas <strong>de</strong> fritangas y bebidas, que<br />

amanecían el domingo <strong>de</strong>sparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran <strong>de</strong> borrachos<br />

felices y casi siempre <strong>de</strong> curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos <strong>de</strong><br />

la pelotera. Fue una invasión tan tumultuosa e intempestiva, que en los primeros tiempos fue imposible<br />

caminar por la calle con el estorbo <strong>de</strong> los muebles y los baúles, y el trajín <strong>de</strong> carpintería<br />

<strong>de</strong> quienes paraban sus casas en cualquier terreno pelado sin permiso <strong>de</strong> nadie, y el escándalo <strong>de</strong><br />

las parejas que colgaban sus hamacas entre los almendros y hacían el amor bajo los toldos, a<br />

pleno día y a la vista <strong>de</strong> todo el mundo. El único rincón <strong>de</strong> serenidad fue establecido por los<br />

pacíficos negros antillanos que construyeron una calle marginal, con casas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra sobre<br />

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