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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

nada. Eran inútiles sus esfuerzos por sistematizar los presagios. Se presentaban d pronto, en una<br />

ráfaga <strong>de</strong> luci<strong>de</strong>z sobrenatural, como una convicción absoluta y momentánea, pero inasible. En<br />

ocasione eran tan naturales, que no las i<strong>de</strong>ntificaba como presagios sin cuando se cumplían.<br />

Otras veces eran terminantes y no se cumplían. Con frecuencia no eran más que golpes vulgares<br />

<strong>de</strong> superstición. Pero cuando lo con<strong>de</strong>naron a muerte y le pidieron expresar su última voluntad,<br />

no tuvo la menor dificultad par i<strong>de</strong>ntificar el presagio que le inspiró la respuesta:<br />

-Pido que la sentencia se cumpla en Macondo -dijo. El presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong>l tribunal se disgustó.<br />

-No sea vivo, Buendía -le dijo-. Es una estratagema par ganar tiempo.<br />

-Si no la cumplen, allá uste<strong>de</strong>s -dijo el coronel-, pero esa es mi última voluntad.<br />

Des<strong>de</strong> entonces lo habían abandonado los presagios. El día en que Úrsula lo visitó en la cárcel,<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> mucho pensar, llegó a la conclusión <strong>de</strong> que quizá la muerte no se anunciaría aquella<br />

vez, porque no <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong>l azar sino <strong>de</strong> la voluntad <strong>de</strong> sus verdugos. Pasó la noche en vela<br />

atormentado por el dolor <strong>de</strong> los golondrinos. Poco antes <strong>de</strong>l alba oyó pasos en el corredor. «Ya<br />

vienen», se dijo, y pensó sin motivo en José Arcadio Buendía, que en aquel momento estaba<br />

pensando en él, bajo la madrugada lúgubre <strong>de</strong>l castaño. No sintió miedo, ni nostalgia, sino una<br />

rabia intestinal ante la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final <strong>de</strong><br />

tantas cosas que <strong>de</strong>jaba sin terminar. La puerta se abrió y entró el centinela con un tazón <strong>de</strong><br />

café. Al día siguiente a la misma hora todavía estaba como entonces, rabiando con el dolor <strong>de</strong> las<br />

axilas, y ocurrió exactamente lo mismo. El jueves compartió el dulce <strong>de</strong> leche con los centinelas y<br />

se puso la ropa limpia, que le quedaba estrecha, y los botines <strong>de</strong> charol. Todavía el viernes no lo<br />

habían fusilado.<br />

En realidad, no se atrevían a ejecutar la sentencia. La rebeldía <strong>de</strong>l pueblo hizo pensar a los<br />

militares que el fusilamiento <strong>de</strong>l coronel Aureliano Buendía tendría graves consecuencias políticas<br />

no sólo en Macondo sino en todo el ámbito <strong>de</strong> la ciénaga, así que consultaron a las autorida<strong>de</strong>s <strong>de</strong><br />

la capital provincial. La noche <strong>de</strong>l sábado, mientras esperaban la respuesta, el capitán Roque<br />

Carnicero fue con otros oficiales a la tienda <strong>de</strong> Catarino. Sólo una mujer, casi presionada con<br />

amenazas, se atrevió a llevarlo al cuarto. «No se quieren acostar con un hombre que saben que<br />

se va a morir -le confesó ella-. Nadie sabe cómo será, pero todo el mundo anda diciendo que el<br />

oficial que fusile al coronel Aureliano Buendía, y todos los soldados <strong>de</strong>l pelotón, uno por uno,<br />

serán asesinados sin remedio, tar<strong>de</strong> o temprano, así se escondan en el fin <strong>de</strong>l mundo.» El capitán<br />

Roque Carnicero lo comentó con los otros oficiales, y éstos lo comentaron con sus superiores. El<br />

domingo, aunque nadie lo había revelado con franqueza, aunque ningún acto militar había<br />

turbado la calma tensa <strong>de</strong> aquellos días, todo el pueblo sabía que los oficiales estaban dispuestos<br />

a eludir con toda clase <strong>de</strong> pretextos la responsabilidad <strong>de</strong> la ejecución. En el correo <strong>de</strong>l lunes llegó<br />

la or<strong>de</strong>n oficial: la ejecución <strong>de</strong>bía cumplirse en el término <strong>de</strong> veinticuatro horas. Esa noche los<br />

oficiales metieron en una gorra siete papeletas con sus nombres, y el inclemente <strong>de</strong>stino <strong>de</strong>l<br />

capitán Roque Carnicero lo señaló con la papeleta premiada. «La mala suerte no tiene resquicios -<br />

dijo él con profunda amargura-. Nací hijo <strong>de</strong> puta y muero hijo <strong>de</strong> puta.» A las cinco <strong>de</strong> la<br />

mañana eligió el pelotón por sorteo, lo formó en el patio, y <strong>de</strong>spertó al con<strong>de</strong>nado con una frase<br />

premonitoria:<br />

-Vamos Buendía -le dijo-. Nos llegó la hora.<br />

-Así que era esto -replicó el coronel-. Estaba soñando que se me habían reventado los<br />

golondrinos.<br />

Rebeca Buendía se levantaba a las tres <strong>de</strong> la madrugada <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que supo que Aureliano sería<br />

fusilado. Se quedaba en el dormitorio a oscuras, vigilando por la ventana entreabierta el muro <strong>de</strong>l<br />

cementerio, mientras la cama en que estaba sentada se estremecía con los ronquidos <strong>de</strong> José<br />

Arcadio. Esperó toda semana con la misma obstinación recóndita con que en otra época esperaba<br />

las cartas <strong>de</strong> Pietro Crespi. «No lo fusilarán aquí» -le <strong>de</strong>cía José Arcadio-. Lo fusilarán a media<br />

noche en cuartel para que nadie sepa quién formó el pelotón, y lo enterrarán allá mismo.»<br />

Rebeca siguió esperando. «Son tan brutos que lo fusilarán aquí» -<strong>de</strong>cía-. Tan segura estaba, que<br />

había previsto la forma en que abriría la puerta para <strong>de</strong>cirle adiós con la mano. «No lo van a traer<br />

por la calle -insistía José Arcadio-, con sólo seis soldados asustados, sabiendo que gente está<br />

dispuesta a todo.» Indiferente a la lógica <strong>de</strong> su marido, Rebeca continuaba en la ventana.<br />

-Ya verás que son así <strong>de</strong> brutos -<strong>de</strong>cía-.<br />

El martes a las cinco <strong>de</strong> la mañana José Arcadio había tomado el café y soltado los perros,<br />

cuando Rebeca cerró la ventana se agarró <strong>de</strong> la cabecera <strong>de</strong> la cama para no caer. «Ahí lo trae -<br />

suspiró-. Qué hermoso está.» José Arcadio se asomó a la ventana, y lo vio, trémulo en la claridad<br />

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