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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

todas partes, el aura <strong>de</strong> leyenda que doraba su presencia y a la cual no fue insensible ni la propia<br />

Úrsula, terminaron por convertirlo en un extraño. La última vez que estuvo en Macondo, y tomó<br />

una casa para sus tres concubinas, no se le vio en la suya sino dos o tres veces, cuando tuvo<br />

tiempo <strong>de</strong> aceptar invitaciones a comer. Remedios, la bella, y los gemelos nacidos en plena<br />

guerra, apenas si lo conocían. Amaranta no lograba conciliar la imagen <strong>de</strong>l hermano que pasó la<br />

adolescencia fabricando pescaditos <strong>de</strong> oro, con la <strong>de</strong>l guerrero mítico que había interpuesto entre<br />

él y el resto <strong>de</strong> la humanidad una distancia <strong>de</strong> tres metros. Pero cuando se conoció la proximidad<br />

<strong>de</strong>l armisticio y se pensó que él regresaba otra vez convertido en un ser humano, rescatado por<br />

fin para el corazón <strong>de</strong> los suyos, los afectos familiares aletargados por tanto tiempo renacieron<br />

con más fuerza que nunca.<br />

-Al fin -dijo Úrsula- tendremos otra vez un hombre en la casa.<br />

Amaranta fue la primera en sospechar que lo habían perdido para siempre. Una semana antes<br />

<strong>de</strong>l armisticio, cuando él entró en la casa sin escolta, precedido por dos or<strong>de</strong>nanzas <strong>de</strong>scalzos que<br />

<strong>de</strong>positaron en el corredor los aperos <strong>de</strong> la mula y el baúl <strong>de</strong> los versos, único saldo <strong>de</strong> su antiguo<br />

equipaje imperial, ella lo vio pasar frente al costurero y lo llamó. El coronel Aureliano Buendía<br />

pareció tener dificultad para reconocerla.<br />

-Soy Amaranta -dijo ella <strong>de</strong> buen humor, feliz <strong>de</strong> su regreso, y le mostró la mano con la venda<br />

negra-. Mira.<br />

El coronel Aureliano Buendía le hizo la misma sonrisa <strong>de</strong> la primera vez en que la vio con la<br />

venda, la remota mañana en que volvió a Macondo sentenciado a muerte.<br />

-¡Qué horror -dijo-, cómo se pasa el tiempo!<br />

El ejército regular tuvo que proteger la casa. Llegó vejado, escupido, acusado <strong>de</strong> haber<br />

recru<strong>de</strong>cido la guerra sólo para ven<strong>de</strong>rla más cara. Temblaba <strong>de</strong> fiebre y <strong>de</strong> frío y tenía otra vez<br />

las axilas empedradas <strong>de</strong> golondrinos. Seis meses antes, cuando oyó hablar <strong>de</strong>l armisticio, Úrsula<br />

había abierto y barrido la alcoba nupcial, y había quemado mirra en los rincones, pensando que él<br />

regresaría dispuesto a envejecer <strong>de</strong>spacio entre las enmohecidas muñecas <strong>de</strong> Remedios. Pero en<br />

realidad, en los dos últimos <strong>años</strong> él le había pagado sus cuotas finales a la vida, inclusive la <strong>de</strong>l<br />

envejecimiento. Al pasar frente al taller <strong>de</strong> platería, que Úrsula había preparado con especial<br />

diligencia, ni siquiera advirtió que las llaves estaban puestas en el candado. No percibió los<br />

minúsculos y <strong>de</strong>sgarradores <strong>de</strong>strozos que el tiempo había hecho en la casa, y que <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

una ausencia tan prolongada habrían parecido un <strong>de</strong>sastre a cualquier hombre que conservara<br />

vivos sus recuerdos. No le dolieron las peladuras <strong>de</strong> cal en las pare<strong>de</strong>s, ni los sucios algodones <strong>de</strong><br />

telaraña en los rincones, ni el polvo <strong>de</strong> las begonias, ni las nervaduras <strong>de</strong>l comején en las vigas,<br />

ni el musgo <strong>de</strong> los quicios, ni ninguna <strong>de</strong> las trampas insidiosas que le tendía la nostalgia. Se<br />

sentó en el corredor, envuelto en la manta y sin quitarse las botas, como esperando apenas que<br />

escampara, y permaneció toda la tar<strong>de</strong> viendo llover sobre las begonias. Úrsula comprendió<br />

entonces que no lo tendría en la casa por mucho tiempo. «Si no es la guerra -pensó- sólo pue<strong>de</strong><br />

ser la muerte.» Fue una suposición tan nítida, tan convincente, que la i<strong>de</strong>ntificó como un<br />

presagio.<br />

Esa noche, en la cena, el supuesto Aureliano Segundo <strong>de</strong>smigajó el pan con la mano <strong>de</strong>recha y<br />

tomó la sopa con la izquierda. Su hermano gemelo, el supuesto José Arcadio Segundo, <strong>de</strong>smigajó<br />

el pan con la mano izquierda y tomó la sopa con la <strong>de</strong>recha. Era tan precisa la coordinación <strong>de</strong><br />

sus movimientos que no parecían dos hermanos sentados el uno frente al otro, sino un artificio <strong>de</strong><br />

espejos. El espectáculo que los gemelos habían concebido <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que tuvieron conciencia <strong>de</strong> ser<br />

iguales fue repetido en honor <strong>de</strong>l recién llegado. Pero el coronel Aureliano Buendía no lo advirtió.<br />

Parecía tan ajeno a todo que ni siquiera se fijó en Remedios, la bella, que pasó <strong>de</strong>snuda hacia el<br />

dormitorio. Úrsula fue la única que se atrevió a perturbar su abstracción.<br />

-Si has <strong>de</strong> irte otra vez -le dijo a mitad <strong>de</strong> la cena-, por lo menos trata <strong>de</strong> recordar cómo<br />

éramos esta noche.<br />

Entonces el coronel Aureliano Buendía se dio cuenta, sin asombro, que Úrsula era el único ser<br />

humano que había logrado <strong>de</strong>sentrañar su miseria, y por primera vez en muchos anos se atrevió<br />

a mirarla a la cara. Tenía la piel cuarteada, los dientes carcomidos, el cabello marchito y sin color,<br />

y la mirada atónita. La comparó con el recuerdo más antiguo que tenía <strong>de</strong> ella, la tar<strong>de</strong> en que él<br />

tuvo el presagio <strong>de</strong> que una olla <strong>de</strong> caldo hirviendo iba a caerse <strong>de</strong> la mesa, y la encontró<br />

<strong>de</strong>spedazada. En un instante <strong>de</strong>scubrió los arañazos, los verdugones, las mataduras, las úlceras y<br />

cicatrices que había <strong>de</strong>jado en ella más <strong>de</strong> medio siglo <strong>de</strong> vida cotidiana, y comprobó que esos<br />

estragos no suscitaban en él ni siquiera un sentimiento <strong>de</strong> piedad. Hizo entonces un último<br />

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