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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />
Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />
cuando llegó a sus oídos. Con su terrible sentido práctico, ella no podía enten<strong>de</strong>r el negocio <strong>de</strong>l<br />
coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas <strong>de</strong> oro, y luego convertía las monedas <strong>de</strong> oro<br />
en pescaditos, y así sucesivamente, <strong>de</strong> modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que<br />
más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no<br />
era el negocio sino el trabajo. Le hacía falta tanta concentración para engarzar escamas, incrustar<br />
minúsculos rubíes en los ojos, laminar agallas y montar timones, que no le quedaba un solo vacío<br />
para llenarlo con la <strong>de</strong>silusión <strong>de</strong> la guerra. Tan absorbente era la atención que le exigía el<br />
preciosismo <strong>de</strong> su artesanía, que en poco tiempo envejeció más que en todos los <strong>años</strong> <strong>de</strong> guerra,<br />
y la posición le torció la espina dorsal y la milimetría le <strong>de</strong>sgastó la vista, pero la concentración<br />
implacable lo premió con la paz <strong>de</strong>l espíritu. La última vez que se le vio aten<strong>de</strong>r algún asunto<br />
relacionado con la guerra, fue cuando un grupo <strong>de</strong> veteranos <strong>de</strong> ambos partidos solicitó su apoyo<br />
para la aprobación <strong>de</strong> las pensiones vitalicias, siempre prometidas y siempre en el punto <strong>de</strong><br />
partida. «Olví<strong>de</strong>nse <strong>de</strong> eso -les dijo él-. Ya ven que yo rechacé mi pensión para quitarme la<br />
tortura <strong>de</strong> estaría esperando hasta la muerte.» Al principio, el coronel Gerineldo <strong>Márquez</strong> lo<br />
visitaba al atar<strong>de</strong>cer, y ambos se sentaban en la puerta <strong>de</strong> la calle a evocar el pasado. Pero<br />
Amaranta no pudo soportar los recuerdos que le suscitaba aquel hombre cansado cuya calvicie lo<br />
precipitaba al abismo <strong>de</strong> una ancianidad prematura, y lo atormentó con <strong>de</strong>saires injustos, hasta<br />
que no volvió sino en ocasiones especiales, y <strong>de</strong>sapareció finalmente anulado por la parálisis.<br />
Taciturno, silencioso, insensible al nuevo soplo <strong>de</strong> vitalidad que estremecía la casa, el coronel<br />
Aureliano Buendía apenas si comprendió que el secreto <strong>de</strong> una buena vejez no es otra cosa que<br />
un pacto honrado con la <strong>soledad</strong>. Se levantaba a las cinco <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un sueño superficial,<br />
tomaba en la cocina su eterno tazón <strong>de</strong> café amargo, se encerraba todo el día en el taller, y a las<br />
cuatro <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> pasaba por el corredor arrastrando un taburete, sin fijarse siquiera en el<br />
incendio <strong>de</strong> los rosales, ni en el brillo <strong>de</strong> la hora, ni en la impavi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> Amaranta, cuya melancolía<br />
hacia un ruido <strong>de</strong> marmita perfectamente perceptible al atar<strong>de</strong>cer, y se sentaba en la puerta <strong>de</strong> la<br />
calle hasta que se lo permitían los mosquitos. Alguien se atrevió alguna vez a perturbar su<br />
<strong>soledad</strong>.<br />
-¿Cómo está, coronel? -le dijo al pasar.<br />
-Aquí -contestó él-. Esperando que pase mi entierro. De modo que la inquietud causada por la<br />
reaparición pública <strong>de</strong> su apellido, a propósito <strong>de</strong>l reinado <strong>de</strong> Remedios, la bella, carecía <strong>de</strong><br />
fundamento real. Muchos, sin embargo, no lo creyeron así. Inocente <strong>de</strong> la tragedia que lo<br />
amenazaba, el pueblo se <strong>de</strong>sbordó en la plaza pública, en una bulliciosa explosión <strong>de</strong> alegría. El<br />
carnaval había alcanzado su más alto nivel <strong>de</strong> locura, Aureliano Segundo había satisfecho por fin<br />
su sueño <strong>de</strong> disfrazarse <strong>de</strong> tigre y andaba feliz entre la muchedumbre <strong>de</strong>saforada, ronco <strong>de</strong> tanto<br />
roncar, cuando apareció por el camino <strong>de</strong> la ciénaga una comparsa multitudinaria llevando en<br />
andas doradas a la mujer más fascinante que hubiera podido concebir la imaginación. Por un<br />
momento, los pacíficos habitantes <strong>de</strong> Macondo se quitaron las máscaras para ver mejor la<br />
<strong>de</strong>slumbrante criatura con corona <strong>de</strong> esmeraldas y capa <strong>de</strong> armiño, que parecía investida <strong>de</strong> una<br />
autoridad legítima, y no simplemente <strong>de</strong> una soberanía <strong>de</strong> lentejuelas y papel crespón. No faltó<br />
quien tuviera la suficiente clarivi<strong>de</strong>ncia para sospechar que se trataba <strong>de</strong> una provocación. Pero<br />
Aureliano Segundo se sobrepuso <strong>de</strong> inmediato a la perplejidad, <strong>de</strong>claró huéspe<strong>de</strong>s <strong>de</strong> honor a los<br />
recién llegados, y sentó salomónicamente a Remedios, la bella, y a la reina intrusa en el mismo<br />
pe<strong>de</strong>stal. Hasta la medianoche, los forasteros disfrazados <strong>de</strong> beduinos participaron <strong>de</strong>l <strong>de</strong>lirio y<br />
hasta lo enriquecieron con una pirotecnia suntuosa y unas virtu<strong>de</strong>s acrobáticas que hicieron pensar<br />
en las artes <strong>de</strong> los gitanos. De pronto, en el paroxismo <strong>de</strong> la fiesta, alguien rompió el <strong>de</strong>licado<br />
equilibrio.<br />
-¡Viva el partido liberal! -gritó-. ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!<br />
Las <strong>de</strong>scargas <strong>de</strong> fusilería ahogaron el esplendor <strong>de</strong> los fuegos artificiales, y los gritos <strong>de</strong> terror<br />
anularon la música, y el júbilo fue aniquilado por el pánico. Muchos <strong>años</strong> <strong>de</strong>spués seguiría<br />
afirmándose que la guardia real <strong>de</strong> la soberana intrusa era un escuadrón <strong>de</strong>l ejército regular que<br />
<strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> sus ricas chilabas escondían fusiles <strong>de</strong> reglamento. El gobierno rechazó el cargo en un<br />
bando extraordinario y prometió una investigación terminante <strong>de</strong>l episodio sangriento. Pero la<br />
verdad no se esclareció 1 nunca, y prevaleció para siempre la versión <strong>de</strong> que la guardia real,<br />
sin provocación <strong>de</strong> ninguna índole, tomó posiciones <strong>de</strong> combate a una seña <strong>de</strong> su comandante y<br />
disparó sin piedad contra la muchedumbre. Cuando se restableció la calma, no quedaba en el<br />
pueblo uno solo <strong>de</strong> los falsos beduinos, y quedaron tendidos en la plaza, entre muertos y heridos,<br />
nueve payasos, cuatro colombinas, diecisiete reyes <strong>de</strong> baraja, un diablo, tres músicos, dos Pares<br />
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