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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

Úrsula reconoció en su modo <strong>de</strong> hablar rebuscado la ca<strong>de</strong>ncia lánguida <strong>de</strong> la gente <strong>de</strong>l páramo,<br />

los cachacos.<br />

-Como usted diga, señor -admitió-, siempre que me permita verlo.<br />

Había ór<strong>de</strong>nes superiores <strong>de</strong> no permitir visitas a los con<strong>de</strong>nados a muerte, pero el oficial<br />

asumió la responsabilidad <strong>de</strong> conce<strong>de</strong>rle una entrevista <strong>de</strong> quince minutos. Úrsula le mostró lo<br />

que llevaba en el envoltorio: una muda <strong>de</strong> ropa limpia los botines que se puso su hijo para la<br />

boda, y el dulce <strong>de</strong> leche que guardaba para él <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el día en que presintió su regreso. Encontró<br />

al coronel Aureliano Buendía en el cuarto <strong>de</strong>l cepo, tendido en un catre y con los brazos abiertos,<br />

porque tenía las axilas empedradas <strong>de</strong> golondrinos. Le habían permitido afeitarse. El bigote <strong>de</strong>nso<br />

<strong>de</strong> puntas retorcidas acentuaba la angulosidad <strong>de</strong> sus pómulos. A Úrsula le pareció que estaba<br />

más pálido que cuando se fue, un poco más alto y más solitario que nunca. Estaba enterado <strong>de</strong><br />

los pormenores <strong>de</strong> la casa: el suicidio <strong>de</strong> Pietro Crespi, las arbitrarieda<strong>de</strong>s y el fusilamiento <strong>de</strong><br />

Arcadio, la impavi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> José Arcadio Buendía bajo el castaño. Sabía que Amaranta había<br />

consagrado su viu<strong>de</strong>z <strong>de</strong> virgen a la crianza <strong>de</strong> Aureliano José, y que éste empezaba a dar muestras<br />

<strong>de</strong> muy buen juicio y leía y escribía al mismo tiempo que aprendía a hablar. Des<strong>de</strong> el<br />

momento en que entró al cuarto, Úrsula se sintió cohibida por la madurez <strong>de</strong> su hijo, por su aura<br />

<strong>de</strong> dominio, por el resplandor <strong>de</strong> autoridad que irradiaba su piel. Se sorprendió que estuviera tan<br />

bien informado. «Ya sabe usted que soy adivino -bromeó él. Y agregó en serio-:<br />

Esta mañana, cuando me trajeron, tuve la impresión <strong>de</strong> que ya había pasado por todo esto.»<br />

En verdad, mientras la muchedumbre tronaba a su paso, él estaba concentrado en sus pensamientos,<br />

asombrado <strong>de</strong> la forma en que había envejecido el pueblo en un año. Los almendros<br />

tenían las hojas rotas. Las casas pintadas <strong>de</strong> azul, pintadas luego <strong>de</strong> rojo y luego vueltas a pintar<br />

<strong>de</strong> azul, habían terminado por adquirir una coloración in<strong>de</strong>finible.<br />

-¿Qué esperabas? -suspiró Úrsula-. El tiempo pasa.<br />

-Así es -admitió Aureliano-, pero no tanto.<br />

De este modo, la visita tanto tiempo esperada, para la que ambos habían preparado las<br />

preguntas e inclusive previsto las respuestas, fue otra vez la conversación cotidiana <strong>de</strong> siempre.<br />

Cuando el centinela anunció el término <strong>de</strong> la entrevista, Aureliano sacó <strong>de</strong> <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la estera <strong>de</strong>l<br />

catre un rollo <strong>de</strong> papeles sudados. Eran sus versos. Los inspirados por Remedios, que había<br />

llevado consigo cuando se fue, y los escritos <strong>de</strong>spués, en las azarosas pausas <strong>de</strong> la guerra.<br />

«Prométame que no los va a leer nadie -dijo-. Esta misma noche encienda el horno con ellos.»<br />

Úrsula lo prometió y se incorporó para darle un beso <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida.<br />

-Te traje un revólver -murmuró.<br />

El coronel Aureliano Buendia comprobó que el centinela no estaba a la vista. «No me sirve <strong>de</strong><br />

nada -replicó en voz baja-. Pero démelo, no sea que la registren a la salida.» Úrsula sacó el<br />

revólver <strong>de</strong>l corpiño y él lo puso <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la estera <strong>de</strong>l catre. «Y ahora no se <strong>de</strong>spida -concluyó<br />

con un énfasis calmado-. No suplique a nadie ni se rebaje ante nadie. Hágase el cargo que me<br />

fusilaron hace mucho tiempo.» Úrsula se mordió los labios para no llorar.<br />

-Ponte piedras calientes en los golondrinos -dijo.<br />

Dio media vuelta y salió <strong>de</strong>l cuarto. El coronel Aureliano Buendía permaneció <strong>de</strong> pie, pensativo,<br />

hasta que se cerró la puerta. Entonces volvió a acostarse con los brazos abiertos. Des<strong>de</strong> el<br />

principio <strong>de</strong> la adolescencia, cuando empezó a ser consciente <strong>de</strong> sus presagios, pensó que la<br />

muerte había d< anunciarse con una señal <strong>de</strong>finida, inequívoca, irrevocable, pero le faltaban<br />

pocas horas para morir, y la señal no llegaba. En cierta ocasión una mujer muy bella entró a su<br />

campamento <strong>de</strong> Tucurinca y pidió a los centinelas que le permitieran verlo. La <strong>de</strong>jaron pasar,<br />

porque conocían el fanatismo <strong>de</strong> algunas madres que enviaban a sus hijas al dormitorio <strong>de</strong> los<br />

guerreros más notables, según ellas mismas <strong>de</strong>cían, para mejorar la raza. El coronel Aureliano<br />

Buendía estaba aquella noche terminando e poema <strong>de</strong>l hombre que se había extraviado en la<br />

lluvia, cuando la muchacha entró al cuarto. Él le dio la espalda para poner la hoja en la gaveta<br />

con llave don<strong>de</strong> guardaba sus versos. Y entonces lo sintió. Agarró la pistola en la gaveta sin<br />

volver la cara.<br />

-No dispare, por favor -dijo.<br />

Cuando se volvió con la pistola montada, la muchacha había bajado la suya y no sabía qué<br />

hacer. Así había logrado eludir cuatro <strong>de</strong> once emboscadas. En cambio, alguien que nunca fu<br />

capturado entró una noche al cuartel revolucionario <strong>de</strong> Manaure y asesinó a puñaladas a su<br />

intimo amigo, el coronel Magnífico Visbal, a quien había cedido el catre para que sudar una<br />

calentura. A pocos metros, durmiendo en una hamaca e el mismo cuarto, él no se dio cuenta <strong>de</strong><br />

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