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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

ruedas y el cobertizo estaba a punto <strong>de</strong> <strong>de</strong>sbaratarse. Los chorros <strong>de</strong> agua triste que caían sobre<br />

el ataúd iban ensopando la ban<strong>de</strong>ra que le habían puesto encima, y que era en realidad la<br />

ban<strong>de</strong>ra sucia <strong>de</strong> sangre y <strong>de</strong> pólvora, repudiada por los veteranos más dignos. Sobre el ataúd<br />

habían puesto también el sable con borlas <strong>de</strong> cobre y seda, el mismo que el coronel Gerineldo<br />

<strong>Márquez</strong> colgaba en la percha <strong>de</strong> la sala para entrar inerme al costurero <strong>de</strong> Amaranta. Detrás <strong>de</strong><br />

la carreta, algunos <strong>de</strong>scalzos y todos con los pantalones a media pierna, chapaleaban en el fango<br />

los últimos sobrevivientes <strong>de</strong> la capitulación <strong>de</strong> Neerlandia, llevando en una mano el bastón <strong>de</strong><br />

carreto y en la otra una corona <strong>de</strong> flores <strong>de</strong> papel <strong>de</strong>scoloridas por la lluvia. Aparecieron como<br />

una visión irreal en la calle que todavía llevaba el nombre <strong>de</strong>l coronel Aureliano Buendía, y todos<br />

miraron la casa al pasar, y doblaron por la esquina <strong>de</strong> la plaza, don<strong>de</strong> tuvieron que pedir ayuda<br />

para sacar la carreta atascada. Úrsula se había hecho llevar a la puerta por Santa Sofía <strong>de</strong> la<br />

Piedad. Siguió con tanta atención las peripecias <strong>de</strong>l entierro que nadie dudó <strong>de</strong> que lo estaba<br />

viendo, sobre todo porque su alzada mano <strong>de</strong> arcángel anunciador se movía con los cabeceos <strong>de</strong><br />

la carreta.<br />

-Adiós, Gerineldo, hijo mío -grité-. Salúdame a mi gente y dile que nos vemos cuando<br />

escampe.<br />

Aureliano Segundo la ayudé a volver a la cama, y con la misma informalidad con que la<br />

trataba siempre le preguntó el significado <strong>de</strong> su <strong>de</strong>spedida.<br />

-Es verdad -dijo ella-. Nada más estoy esperando que pase la lluvia para morirme,<br />

El estado <strong>de</strong> las calles alarmó a Aureliano Segundo. Tardíamente preocupado por la suerte <strong>de</strong><br />

sus animales, se echó encima un lienzo encerado y fue a casa <strong>de</strong> Petra Cotes. La encontró en el<br />

patio, con el agua a la cintura, tratando <strong>de</strong> <strong>de</strong>sencallar el cadáver <strong>de</strong> un caballo. Aureliano<br />

Segundo la ayudé con una tranca, y el enorme cuerpo tumefactos dio una vuelta <strong>de</strong> campana y<br />

fue arrastrado por el torrente <strong>de</strong> barro líquido. Des<strong>de</strong> que empezó la lluvia, Petra Cotes no había<br />

hecho más que <strong>de</strong>sembarazar su patio <strong>de</strong> animales muertos. En las primeras semanas le mandó<br />

recados a Aureliano Segundo para que tomara provi<strong>de</strong>ncias urgentes, y él había contestado que<br />

no había prisa, que la situación no era alarmante, que ya se pensaría en algo cuando escampara.<br />

Le mandé a <strong>de</strong>cir que los potreros se estaban inundando, que el ganado se fugaba hacia las<br />

tierras altas don<strong>de</strong> no había qué comer, y que estaban a merced <strong>de</strong>l tigre y la peste. «No hay<br />

nada que hacer -le contestó Aureliano Segundo-. Ya nacerán otros cuando escampe.» Petra Cotes<br />

los había visto morir a racimadas, y apenas si se daba abasto para <strong>de</strong>stazar a los que se<br />

quedaban atollados. Vio con una impotencia sorda cómo el diluvio fue exterminando sin<br />

misericordia una fortuna que en un tiempo se tuvo como la más gran<strong>de</strong> y sólida <strong>de</strong> Macondo, y<br />

<strong>de</strong> la cual no quedaba sino la pestilencia. Cuando Aureliano Segundo <strong>de</strong>cidió ir a ver lo que<br />

pasaba, sólo encontró el cadáver <strong>de</strong>l caballo, y una muía escuálida entre los escombros <strong>de</strong> la<br />

caballeriza. Petra Cotes lo vio llegar sin sorpresa, sin alegría ni resentimiento, y apenas se<br />

permitió una sonrisa irónica.<br />

-¡A buena hora! -dijo.<br />

Estaba envejecida, en los puros huesos, y sus lanceolados ojos <strong>de</strong> animal carnívoro se habían<br />

vuelto tristes y mansos <strong>de</strong> tanto mirar la lluvia. Aureliano Segundo se quedó más <strong>de</strong> tres meses<br />

en su casa, no porque entonces se sintiera mejor allí que en la <strong>de</strong> su familia, sino porque necesité<br />

todo ese tiempo para tomar la <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> echarse otra vez encima el pedazo <strong>de</strong> lienzo encerado.<br />

«No hay prisa -dijo, como había dicho en la otra casa-. Esperemos que escampe en las próximas<br />

horas.» En el curso <strong>de</strong> la primera semana se fue acostumbrando a los <strong>de</strong>sgastes que habían<br />

hecho el tiempo y la lluvia en la salud <strong>de</strong> su concubina, y poco a poco fue viéndola como era<br />

antes, acordándose <strong>de</strong> sus <strong>de</strong>safueros jubilosos y <strong>de</strong> la fecundidad <strong>de</strong> <strong>de</strong>lirio que su amor<br />

provocaba en los animales, y en parte por amor y en parte por interés, una noche <strong>de</strong> la segunda<br />

semana la <strong>de</strong>spertó con caricias apremiantes. Petra Cotes no reaccionó. «Duerme tranquilo -<br />

murmuró-. Ya los tiempos no están para estas cosas.» Aureliano Segundo se vio a sí mismo en<br />

los espejos <strong>de</strong>l techo, vio la espina dorsal <strong>de</strong> Petra Cotos como una hilera <strong>de</strong> carretes ensartados<br />

en un mazo <strong>de</strong> nervios marchitos, y comprendió que ella tenía razón, no por los tiempos, sino por<br />

ellos mismos, que ya no estaban para esas cosas.<br />

Aureliano Segundo regresó a la casa con sus baúles, convencido <strong>de</strong> que no sólo Úrsula, sino<br />

todos los habitantes <strong>de</strong> Macondo, estaban esperando que escampara para morirse. Los había<br />

visto al pasar, sentados en las salas con la mirada absorta y los brazos cruzados, sintiendo<br />

transcurrir un tiempo entero, un tiempo sin <strong>de</strong>sbravar, porque era inútil dividirlo en meses y<br />

<strong>años</strong>, y los días en horas, cuando no podía hacerse nada más que contemplar la lluvia. Los niños<br />

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