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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

cuyo costillar carbonizado vio él mismo durante la guerra. El relato, que a tanta gente durante<br />

tanto tiempo le pareció fantástico, fue una revelación para José Arcadio Segundo. Remató sus<br />

gallos al mejor postor, reclutó hombres y compró herramientas, y se empeñó en la <strong>de</strong>scomunal<br />

empresa <strong>de</strong> romper piedras, excavar canales, <strong>de</strong>spejar escollos y hasta emparejar cataratas. «Ya<br />

esto me lo sé <strong>de</strong> memoria -gritaba Úrsula-. Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y<br />

hubiéramos vuelto al principio.» Cuando estimó que el río era navegable, José Arcadio Segundo<br />

hizo a su hermano una exposición pormenorizada <strong>de</strong> sus planes, y éste le dio el dinero que le<br />

hacía falta para su empresa. Desapareció por mucho tiempo. Se había dicho que su proyecto <strong>de</strong><br />

comprar un barco no era más que una triquiñuela para alzarse con el dinero <strong>de</strong>l hermano, cuando<br />

se divulgó la noticia <strong>de</strong> que una extraña nave se aproximaba al pueblo. Los habitantes <strong>de</strong><br />

Macondo, que ya no recordaban las empresas colosales <strong>de</strong> José Arcadio Buendía, se precipitaron<br />

a la ribera y vieron con ojos pasmados <strong>de</strong> incredulidad la llegada <strong>de</strong>l primer y último barco que<br />

atracó jamás en el pueblo. No era más que una balsa <strong>de</strong> troncos, arrastrada mediante gruesos<br />

cables por veinte hombres que caminaban por la ribera. En la proa, con un brillo <strong>de</strong> satisfacción<br />

en la mirada, José Arcadio Segundo dirigía la dispendiosa maniobra. Junto con él llegaba un<br />

grupo <strong>de</strong> matronas espléndidas que se protegían <strong>de</strong>l sol abrasante con vistosas sombrillas y<br />

tenían en los hombros preciosos pañolones <strong>de</strong> seda, y ungüentos <strong>de</strong> colores en el rostro, flores<br />

naturales en el cabello, y serpientes <strong>de</strong> oro en los brazos y diamantes en los dientes. La balsa <strong>de</strong><br />

troncos fue el único vehículo que José Arcadio Segundo pudo remontar hasta Macondo, y sólo por<br />

una vez, pero nunca reconoció el fracaso <strong>de</strong> su empresa sino que proclamó su hazaña como una<br />

victoria <strong>de</strong> la voluntad. Rindió cuentas escrupulosas a su hermano, y muy pronto volvió a<br />

hundirse en la rutina <strong>de</strong> los gallos. Lo único que quedó <strong>de</strong> aquella <strong>de</strong>sventurada iniciativa fue el<br />

soplo <strong>de</strong> renovación que llevaron las matronas <strong>de</strong> Francia, cuyas artes magníficas cambiaron los<br />

métodos tradicionales <strong>de</strong>l amor, y cuyo sentido <strong>de</strong>l bienestar social arrasó con la anticuada tienda<br />

<strong>de</strong> Catarino y transformó la calle en un bazar <strong>de</strong> farolitos japoneses y organillos nostálgicos.<br />

Fueron ellas las promotoras <strong>de</strong>l carnaval sangriento que durante tres días hundió a Macondo en el<br />

<strong>de</strong>lirio, y cuya única consecuencia perdurable fue haberle dado a Aureliano Segundo la<br />

oportunidad <strong>de</strong> conocer a Fernanda <strong>de</strong>l Carpio.<br />

Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante la belleza inquietante<br />

<strong>de</strong> la bisnieta, no pudo impedir la elección. Hasta entonces había conseguido que no saliera a la<br />

calle, como no fuera para ir a misa con Amaranta, pero la obligaba a cubrirse la cara con una<br />

mantilla negra. Los hombres menos piadosos, los que se disfrazaban <strong>de</strong> curas para <strong>de</strong>cir misas<br />

sacrílegas en la tienda <strong>de</strong> Catarino, asistían a la iglesia con el único propósito <strong>de</strong> ver aunque fuera<br />

un instante el rostro <strong>de</strong> Remedios, la bella, <strong>de</strong> cuya hermosura legendaria se hablaba con un<br />

fervor sobrecogido en todo el ámbito <strong>de</strong> la ciénaga. Pasó mucho tiempo antes <strong>de</strong> que lo<br />

consiguieran, y más les hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la mayoría <strong>de</strong><br />

ellos no pudo recuperar jamás la placi<strong>de</strong>z <strong>de</strong>l sueño. El hombre que lo hizo posible, un forastero,<br />

perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremedales <strong>de</strong> la abyección y la miseria, y<br />

<strong>años</strong> <strong>de</strong>spués fue <strong>de</strong>spedazado por un tren nocturno cuando se quedó dormido sobre los rieles.<br />

Des<strong>de</strong> el momento en que se le vio en la iglesia, con un vestido <strong>de</strong> pana ver<strong>de</strong> y un chaleco<br />

bordado, nadie puso en duda que iba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> muy lejos, tal vez <strong>de</strong> una remota ciudad <strong>de</strong>l exterior,<br />

atraído por la fascinación mágica <strong>de</strong> Remedios, la bella. Era tan hermoso, tan gallardo y<br />

reposado, <strong>de</strong> una prestancia tan bien llevada, que Pietro Crespi junto a él habría parecido un<br />

sietemesino, y muchas mujeres murmuraron entre sonrisas <strong>de</strong> <strong>de</strong>specho que era él quien<br />

verda<strong>de</strong>ramente merecía la mantilla. No alternó con nadie en Macondo. Aparecía al amanecer <strong>de</strong>l<br />

domingo, como un príncipe <strong>de</strong> cuento, en un caballo con estribos <strong>de</strong> plata y gualdrapas <strong>de</strong><br />

terciopelo, y abandonaba el pueblo <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la misa.<br />

Era tal el po<strong>de</strong>r <strong>de</strong> su presencia, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la primera vez que se le vio en la iglesia todo el<br />

mundo dio por sentado que entre él y Remedios, la bella, se había establecido un duelo callado y<br />

tenso, un pacto secreto, un <strong>de</strong>safío irrevocable cuya culminación no podía ser solamente el amor<br />

sino también la muerte. El sexto domingo, el caballero apareció con una rosa amarilla en la<br />

mano. Oyó la misa <strong>de</strong> pie, como lo hacía siempre, y al final se interpuso al paso <strong>de</strong> Remedios, la<br />

bella, y le ofreció la rosa solitaria. Ella la recibió con un gesto natural, como si hubiera estado<br />

preparada para aquel homenaje, y entonces se <strong>de</strong>scubrió el rostro por un instante y dio las<br />

gracias con una sonrisa. Fue todo cuanto hizo. Pero no sólo para el caballero, sino para todos los<br />

hombres que tuvieron el <strong>de</strong>sdichado privilegio <strong>de</strong> vivirlo, aquel fue un instante eterno.<br />

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