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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />
Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />
esfuerzo para buscar en su corazón el sitio don<strong>de</strong> se le habían podrido los afectos, y no pudo<br />
encontrarlo. En otra época, al menos, experimentaba un confuso sentimiento <strong>de</strong> vergüenza<br />
cuando sorprendía en su propia piel el olor <strong>de</strong> Úrsula, y en más <strong>de</strong> una ocasión sintió sus<br />
pensamientos interferidos por el pensamiento <strong>de</strong> ella. Pero todo eso había sido arrasado por la<br />
guerra. La propia Remedios, su esposa, era en aquel momento la imagen borrosa <strong>de</strong> alguien que<br />
pudo haber sido su hija. Las incontables mujeres que conoció en el <strong>de</strong>sierto <strong>de</strong>l amor, y que<br />
dispersaron su simiente en todo el litoral, no habían <strong>de</strong>jado rastro alguno en sus sentimientos. La<br />
mayoría <strong>de</strong> ellas entraba en el cuarto en la oscuridad y se iban antes <strong>de</strong>l alba, y al día siguiente<br />
eran apenas un poco <strong>de</strong> tedio en la memoria corporal. El único afecto que prevalecía contra el<br />
tiempo y la guerra, fue el que sintió por su hermano José Arcadio, cuando ambos eran niños, y no<br />
estaba fundado en el amor, sino en la complicidad.<br />
-Perdone -se excusó ante la petición <strong>de</strong> Úrsula-. Es que esta guerra ha acabado con todo.<br />
En los días siguientes se ocupó <strong>de</strong> <strong>de</strong>struir todo rastro <strong>de</strong> su paso por el mundo. Simplificó el<br />
taller <strong>de</strong> platería hasta sólo <strong>de</strong>jar los objetos impersonales, regaló sus ropas a los or<strong>de</strong>nanzas y<br />
enterró sus armas en el patio con el mismo sentido <strong>de</strong> penitencia con que su padre enterró la<br />
lanza que dio muerte a Pru<strong>de</strong>ncio Aguilar. Sólo conservó una pistola, y con una sola bala. Úrsula<br />
no intervino. La única vez que lo disuadió fue cuando él estaba a punto <strong>de</strong> <strong>de</strong>struir el<br />
daguerrotipo <strong>de</strong> Remedios que se conservaba en la sala, alumbrado por una lámpara eterna. «Ese<br />
retrato <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> pertenecerte hace mucho tiempo -le dijo-. Es una reliquia <strong>de</strong> familia.» La víspera<br />
<strong>de</strong>l armisticio, cuando ya no quedaba en la casa un solo objeto que permitiera recordarlo, llevó a<br />
la pana<strong>de</strong>ría el baúl con los versos en el momento en que Santa Bofia <strong>de</strong> la Piedad se preparaba<br />
para encen<strong>de</strong>r el horno.<br />
-Préndalo con esto -le dijo él, entregándole el primer rollo <strong>de</strong> papeles amarillento-. Ar<strong>de</strong> mejor,<br />
porque son cosas muy viejas.<br />
Santa Sofía <strong>de</strong> la Piedad, la silenciosa, la con<strong>de</strong>scendiente, la que nunca contrarió ni a sus<br />
propios hijos, tuvo la impresión <strong>de</strong> que aquel era un acto prohibido.<br />
-Son papeles importantes -dijo.<br />
-Nada <strong>de</strong> eso -dijo el coronel-. Son cosas que se escriben para uno mismo.<br />
-Entonces -dijo ella- quémelos usted mismo, coronel.<br />
No sólo lo hizo, sino que <strong>de</strong>spedazó el baúl con una hachuela y echó las astillas al fuego. Horas<br />
antes, Pilar Ternera había estado a visitarlo. Después <strong>de</strong> tantos <strong>años</strong> <strong>de</strong> no verla, el coronel<br />
Aureliano Buendía se asombró <strong>de</strong> cuánto había envejecido y engordado, y <strong>de</strong> cuánto había<br />
perdido el esplendor <strong>de</strong> su risa, pero se asombró también <strong>de</strong> la profundidad que había logrado en<br />
la lectura <strong>de</strong> las barajas. «Cuídate la boca», le dijo ella, y él se preguntó si la otra vez que se lo<br />
dijo, en el apogeo <strong>de</strong> la gloria, no había sido una visión sorpren<strong>de</strong>ntemente anticipada <strong>de</strong> su<br />
<strong>de</strong>stino. Poco <strong>de</strong>spués, cuando su médico personal acabó <strong>de</strong> extirparle los golondrinos, él le<br />
preguntó sin <strong>de</strong>mostrar un interés particular cuál era el sitio exacto <strong>de</strong>l corazón. El médico lo<br />
auscultó y le pintó luego un circulo en el pecho con un algodón sucio <strong>de</strong> yodo.<br />
El martes <strong>de</strong>l armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano Buendía apareció en la<br />
cocina antes <strong>de</strong> las cinco y tomó su habitual café sin azúcar. «Un día como este viniste al mundo<br />
-le dijo Úrsula-. Todos se asustaron con tus ojos abiertos.» Él no le puso atención, porque estaba<br />
pendiente <strong>de</strong> los aprestos <strong>de</strong> tropa, los toques <strong>de</strong> corneta y las voces <strong>de</strong> mando que estropeaban<br />
el alba. Aunque <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> tantos <strong>años</strong> <strong>de</strong> guerra <strong>de</strong>bían parecerle familiares, esta vez<br />
experimentó el mismo <strong>de</strong>saliento en las rodillas, y el mismo cabrilleo <strong>de</strong> la piel que había<br />
experimentado en su juventud en presencia <strong>de</strong> una mujer <strong>de</strong>snuda. Pensó confusamente, al fin<br />
capturado en una trampa <strong>de</strong> la nostalgia, que tal vez si se hubiera casado con ella hubiera sido<br />
un hombre sin guerra y sin gloria, un artesano sin nombre, un animal feliz. Ese estremecimiento<br />
tardío, que no figuraba en sus previsiones, le amargó el <strong>de</strong>sayuno. A las siete <strong>de</strong> la mañana,<br />
cuando el coronel Gerineldo <strong>Márquez</strong> fue a buscarlo en compañía <strong>de</strong> un grupo <strong>de</strong> oficiales<br />
rebel<strong>de</strong>s, lo encontró más taciturno que nunca, más pensativo y solitario. Úrsula trató <strong>de</strong> echarle<br />
sobre los hombros una manta nueva. «Qué va a pensar el gobierno -le dijo-. Se imaginarán que<br />
te has rendido porque ya no tenias ni con qué comprar una manta.» Pero él no la aceptó. Ya en la<br />
puerta, viendo que seguía la lluvia, se <strong>de</strong>jó poner un viejo sombrero <strong>de</strong> fieltro <strong>de</strong> José Arcadio<br />
Buendía.<br />
-Aureliano -le dijo entonces Úrsula-, prométeme que si te encuentras por ahí con la mala hora,<br />
pensarás en tu madre.<br />
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