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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />
Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />
presencia daba la impresión trepidatoria <strong>de</strong> un sacudimiento sísmico. Atravesó la sala <strong>de</strong> visitas y<br />
la sala <strong>de</strong> estar, llevando en la mano unas alforjas medio <strong>de</strong>sbaratadas, y apareció como un<br />
trueno en el corredor <strong>de</strong> las begonias, don<strong>de</strong> Amaranta y sus amigas estaban paralizadas con las<br />
agujas en el aire. «Buenas», les dijo él con la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa <strong>de</strong> labor<br />
y pasó <strong>de</strong> largo hacia el fondo <strong>de</strong> la casa. «Buenas», le dijo a la asustada Rebeca que lo vio pasar<br />
por la puerta <strong>de</strong> su dormitorio. «Buenas», le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sentidos<br />
alertas en el mesón <strong>de</strong> orfebrería. No se entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y allí<br />
se paró por primera vez en el término <strong>de</strong> un viaje que había empezado al otro lado <strong>de</strong>l mundo.<br />
«Buenas», dijo. Úrsula se quedó una fracción <strong>de</strong> segundo con la boca abierta, lo miró a los ojos,<br />
lanzó un grito y saltó a su cuello gritando y llorando <strong>de</strong> alegría. Era José Arcadio. Regresaba tan<br />
pobre como se fue, hasta el extremo <strong>de</strong> que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el<br />
alquiler <strong>de</strong>l caballo. Hablaba el español cruzado con jerga <strong>de</strong> marineros. Le preguntaron dón<strong>de</strong><br />
había estado, y contestó: «Por ahí.» Colgó la hamaca en el cuarto que le asignaron y durmió tres<br />
días. Cuando <strong>de</strong>spertó, y <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> tomarse dieciséis huevos crudos, salió directamente hacia la<br />
tienda <strong>de</strong> Catarino, don<strong>de</strong> su corpulencia monumental provocó un pánico <strong>de</strong> curiosidad entre las<br />
mujeres. Or<strong>de</strong>nó música y aguardiente para todos por su cuenta. Hizo apuestas <strong>de</strong> pulso con<br />
cinco hombres al mismo tiempo. «Es imposible», <strong>de</strong>cían, al convencerse <strong>de</strong> que no lograban<br />
moverle el brazo. «Tiene niños-en-cruz.» Catarino, que no creía en artificios <strong>de</strong> fuerza, apostó<br />
doce pesos a que no movía el mostrador. José Arcadio lo arrancó <strong>de</strong> su sitio, lo levantó en vilo<br />
sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron once hombres para meterlo. En el calor <strong>de</strong> la<br />
fiesta exhibió sobre el mostrador su masculinidad inverosímil, enteramente tatuada con una<br />
maraña azul y roja <strong>de</strong> letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia<br />
les preguntó quién pagaba más. La que tenía más ofreció veinte pesos. Entonces él propuso<br />
rifarse entre todas a diez pesos el número. Era un precio <strong>de</strong>sorbitado, porque la mujer más<br />
solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas aceptaron. Escribieron sus nombres en<br />
catorce papeletas que metieron en un sombrero, y cada mujer sacó una. Cuando sólo faltaban<br />
por sacar dos papeletas, se estableció a quiénes correspondían.<br />
-Cinco pesos más cada una -propuso José Arcadio- y me reparto entre ambas.<br />
De eso vivía. Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una<br />
tripulación <strong>de</strong> marineros apátridas. Las mujeres que se acostaron con él aquella noche en la<br />
tienda <strong>de</strong> Catarino lo llevaron <strong>de</strong>snudo a la sala <strong>de</strong> baile para que vieran que no tenía un<br />
milímetro <strong>de</strong>l cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el cuello hasta los <strong>de</strong>dos<br />
<strong>de</strong> los pies. No lograba incorporarse a la familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio<br />
<strong>de</strong> tolerancia haciendo suertes <strong>de</strong> fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a<br />
la mesa, dio muestras <strong>de</strong> una simpatía radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en<br />
países remotos. Había naufragado y permanecido dos semanas a la <strong>de</strong>riva en el mar <strong>de</strong>l Japón,<br />
alimentándose con el cuerpo <strong>de</strong> un compañero que sucumbió a la insolación, cuya carne salada y<br />
vuelta a salar y cocinada al sol tenía un sabor granuloso y dulce. En un mediodía radiante <strong>de</strong>l<br />
Golfo <strong>de</strong> Bengala su barco había vencido un dragón <strong>de</strong> mar en cuyo vientre encontraron el casco,<br />
las hebillas y las armas <strong>de</strong> un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma <strong>de</strong> la nave corsario <strong>de</strong><br />
Víctor Hugues, con el velamen <strong>de</strong>sgarrado por los vientos <strong>de</strong> la muerte, la arboladura carcomida<br />
por cucarachas <strong>de</strong> mar y equivocado para siempre el rumbo <strong>de</strong> la Guadalupe. Úrsula lloraba en la<br />
mesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadio<br />
sus hazañas y <strong>de</strong>sventuras. «Y tanta casa aquí, hijo mío -sollozaba-. ¡Y tanta comida tirada a los<br />
puercos» Pero en el fondo no podía concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera el<br />
mismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosida<strong>de</strong>s marchitaban<br />
flores. Algo similar le ocurría al resto <strong>de</strong> la familia. Amaranta no podía disimular la repugnancia<br />
que le producían en la mesa sus eructos bestiales. Arcadio, que nunca conoció el secreto <strong>de</strong> su<br />
filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong><br />
conquistar sus afectos. Aureliano trató <strong>de</strong> revivir los tiempos en que dormían en el mismo cuarto,<br />
procuró restaurar la complicidad <strong>de</strong> la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque la<br />
vida <strong>de</strong>l mar le saturó la memoria con <strong>de</strong>masiadas cosas que recordar. Sólo Rebeca sucumbió al<br />
primer impacto. La tar<strong>de</strong> en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era<br />
un currutaco <strong>de</strong> alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en<br />
toda la casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio la<br />
miró el cuerpo con una atención <strong>de</strong>scarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita.» Rebeca<br />
perdió el dominio <strong>de</strong> sí misma. Volvió a comer tierra y cal <strong>de</strong> las pare<strong>de</strong>s con la avi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> otros<br />
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