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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />
Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />
madre, don<strong>de</strong> Aureliano había vaporizado mercurio durante cuatro meses en el atanor <strong>de</strong>l abuelo<br />
<strong>de</strong> su abuelo, para conservar el cuerpo según la fórmula <strong>de</strong> Melquía<strong>de</strong>s. José Arcadio no hizo<br />
ninguna pregunta. Le dio un beso en la frente al cadáver, le sacó <strong>de</strong> <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la falda la<br />
faltriquera <strong>de</strong> jareta don<strong>de</strong> había tres pesarios todavía sin usar, y la llave <strong>de</strong>l ropero. Hacía todo<br />
con a<strong>de</strong>manes directos y <strong>de</strong>cididos, en contraste con su langui<strong>de</strong>z. Sacó <strong>de</strong>l ropero un cofrecito<br />
damasquinado con el escudo familiar, y encontró en el interior perfumado <strong>de</strong> sándalo la carta<br />
voluminosa en que Fernanda <strong>de</strong>sahogó el corazón <strong>de</strong> las incontables verda<strong>de</strong>s que le había<br />
ocultado. La leyó <strong>de</strong> pie, con avi<strong>de</strong>z pero sin ansiedad, y en la tercera página se <strong>de</strong>tuvo, y<br />
examinó a Aureliano con una mirada <strong>de</strong> segundo reconocimiento.<br />
-Entonces -dijo con una voz que tenía algo <strong>de</strong> navaja <strong>de</strong> afeitar-, tú eres el bastardo.<br />
-Soy Aureliano Buendía.<br />
-Vete a tu cuarto -dijo José Arcadio.<br />
Aureliano se fue, y no volvió a salir ni siquiera por curiosidad cuando oyó el rumor <strong>de</strong> los<br />
funerales solitarios. A veces, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la cocina, veía a José Arcadio <strong>de</strong>ambulando por la casa, ahogándose<br />
en su respiración anhelante, y seguía escuchando sus pasos por los dormitorios en<br />
ruinas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la medianoche. No oyó su voz en muchos meses, no sólo porque José Arcadio<br />
no le dirigía la palabra, sino porque él no tenía <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> que ocurriera, ni tiempo <strong>de</strong> pensar en<br />
nada distinto <strong>de</strong> los pergaminos. A la muerte <strong>de</strong> Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y<br />
había ido a la librería <strong>de</strong>l sabio catalán, en busca <strong>de</strong> los libros que le hacían falta. No le interesó<br />
nada <strong>de</strong> lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía <strong>de</strong> recuerdos para comparar, y las calles<br />
<strong>de</strong>siertas y las casas <strong>de</strong>soladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que<br />
hubiera dado el alma por conocerlas. Se había concedido a si mismo el permiso que le negó<br />
Fernanda, y sólo por una vez, con un objetivo único y por el tiempo mínimo indispensable, así<br />
que recorrió sin pausa las once cuadras que separaban la casa <strong>de</strong>l callejón don<strong>de</strong> antes se<br />
interpretaban los sueños, y entró acezando en el abigarrado y sombrío local don<strong>de</strong> apenas había<br />
espacio para moverse. Más que una librería, aquélla parecía un basurero <strong>de</strong> libros usados,<br />
puestos en <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>n en los estantes mellados por el comején, en los rincones amelazados <strong>de</strong><br />
telaraña, y aun en los espacios que <strong>de</strong>bieron <strong>de</strong>stinarse a los pasadizos. En una larga mesa,<br />
también agobiada <strong>de</strong> mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía<br />
morada, un poco <strong>de</strong>lirante, y en hojas sueltas <strong>de</strong> cua<strong>de</strong>rno escolar. Tenía una hermosa cabellera<br />
plateada que se le a<strong>de</strong>lantaba en la frente como el penacho <strong>de</strong> una cacatúa, y sus ojos azules,<br />
vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre <strong>de</strong>l hombre que ha leído todos los libros. Estaba en<br />
calzoncillos, empapado en sudor y no <strong>de</strong>sentendió la escritura para ver quién había llegado. Aureliano<br />
no tuvo dificultad para rescatar <strong>de</strong> entre aquel <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>n <strong>de</strong> fábula los cinco libros que<br />
buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquía<strong>de</strong>s. Sin <strong>de</strong>cir una palabra, se los<br />
entregó junto con el pescadito <strong>de</strong> oro al sabio catalán, y éste los examinó, y sus párpados se<br />
contrajeron como dos almejas. «Debes estar loco» -dijo en su lengua, alzándose <strong>de</strong> hombros, y le<br />
<strong>de</strong>volvió a Aureliano los cinco libros y el pescadito.<br />
-Llévatelo -dijo en castellano-. El último hombre que leyó esos libros <strong>de</strong>bió ser Isaac el Ciego,<br />
así que piensa bien lo que haces.<br />
José Arcadio restauró el dormitorio <strong>de</strong> Meme, mandó limpiar y remendar las cortinas <strong>de</strong><br />
terciopelo y el damasco <strong>de</strong>l baldaquín <strong>de</strong> la cama virreinal, y puso otra vez en servicio el baño<br />
abandonado, cuya alberca <strong>de</strong> cemento estaba renegrida por una nata fibrosa y áspera. A esos dos<br />
lugares se redujo su imperio <strong>de</strong> pacotilla, <strong>de</strong> gastados géneros exóticos, <strong>de</strong> perfumes falsos y<br />
pedrería barata. Lo único que pareció estorbarle en el resto <strong>de</strong> la casa fueron los santos <strong>de</strong>l altar<br />
doméstico, que una tar<strong>de</strong> quemó hasta convertirlos en ceniza, en una hoguera que prendió en el<br />
patio. Dormía hasta <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> las once. Iba al baño con una <strong>de</strong>shilachada túnica <strong>de</strong> dragones<br />
dorados y unas chinelas <strong>de</strong> borlas amarillas, y allí oficiaba un rito que por su parsimonia y<br />
duración recordaba al <strong>de</strong> Remedios, la bella. Antes <strong>de</strong> bañarse, aromaba la alberca con las sales<br />
que llevaba en tres pomos alabastrados. No se hacía abluciones con la totuma, sino que se<br />
zambullía en las aguas fragantes, y permanecía hasta dos horas flotando boca arriba, adormecido<br />
por la frescura y por el recuerdo <strong>de</strong> Amaranta. A los pocos días <strong>de</strong> haber llegado abandonó el<br />
vestido <strong>de</strong> tafetán, que a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> ser <strong>de</strong>masiado caliente para el pueblo era el único que tenía, y<br />
lo cambió por unos pantalones ajustados, muy parecidos a los que usaba Pietro Crespi en las<br />
clases <strong>de</strong> baile, y una camisa <strong>de</strong> seda tejida con el gusano vivo, y con sus iniciales bordadas en el<br />
corazón. Dos veces por semana lavaba la muda completa en la alberca, y se quedaba con la<br />
túnica hasta que se secaba, pues no tenía nada más que ponerse. Nunca comía en la casa. Salía<br />
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